Escribir crítica de cine es escribir, aunque haya críticas de cine que no se escriben, porque son textos fantasmales que dicen que son críticas y dicen que están escritos, pero en realidad son reseñas y lo que muestran impreso, o encajado en lo virtual, son sinopsis argumentales carentes de síntesis y algunas consideraciones demasiadas veces formuladas lejos de la responsabilidad que debería implicar el acto de la escritura. Sí, se puede escribir sin escribir. Pero ese es otro asunto. El asunto de hoy es que la crítica de cine y los pensamientos sobre el cine, la historia que se enseña del cine y la escritura sobre cine, todo eso sería distinto si las películas clave fueran otras que las que son. Vaya novedad. En ese tren, o en esa carretera o carreta de pensamiento, pensaba otra vez en el lugar que ostenta una película como El padrino de Francis Ford Coppola en la historia del cine, o más bien pensaba y charlaba sobre la consideración entre la cinefilia, sobre todo en la que recién despunta el vicio, o en ciertas cofradías. 

Entre las películas de unos cincuenta años de antigüedad, ese film de Coppola tan celebrado por Pauline Kael en su momento y por el público en el mundo, es el número uno. Y a medida que pasan los años y la distancia se hace mayor, lo que se rescata o, mejor dicho, lo que se tiene presente del cine y del pasado en general, se achica, se angosta, se cuenta con los dedos de las dos manos, después con los de una mano, y después con el índice derecho en soledad, un poco demasiado prescriptivo. Así las cosas, El padrino bien puede llegar a ser “la película” que ostenta la mayor representatividad del Hollywood de los setenta, del riquísimo Hollywood de los setenta. De hecho, estuve preguntando a alumnos por estos asuntos y siempre sale primera, o solitaria, El padrino, la primera de la saga, como la película que representa o simboliza esos tiempos de medio siglo atrás. Sobre El padrino escribí aquí mismo (link). Pero tampoco es el tema de este artículo espiralado El padrino, y si en realidad quiero escribir sobre alguna película hoy la que quiero mencionar es una de fines de los sesenta pero ya cargada, cargadísima, del espíritu violento y nihilista y seco y agrio y tremendo de mucho del mejor cine que vendría en los setenta. Una película de Sam Peckinpah, una que allá por los noventa los que estábamos empezando en esto de la crítica y la escritura sobre cine teníamos en una especie de altar (bueno, tal vez un altar reventado a balazos). La película en cuestión es La pandilla salvaje, que hoy en día corre el riesgo de encaminarse al olvido, o a más olvidos, siempre inmerecidos. De hecho, fue una de las películas que desaparecieron de las cien mejores de la lista de Sight & Sound en 2022 (estaba en la lista de 2012). Claro, películas más nuevas van entrando, “el canon va cambiando”, y también entran a tallar las modas y las modas taradas y tarambanas. Y se fue entonces La pandilla salvaje. Bueno, no es tan importante lo de la lista, de hecho la lista 2022 ya queda invalidada automática y científicamente por la ausencia de películas de Buñuel entre las 100 mejores (sobre eso escribí acá: link )

El verdadero problema que acecha es otro: que no se vea más La pandilla salvaje, que pase a formar parte de un pasado borroso y apenas explorado por los “especialistas” en número menguante. Claro, La pandilla salvaje no encaja muy bien con la sensibilidad contemporánea, con los tiempos que corren o que nos corren. Sin embargo, al revisarla, al ver apenas la primera secuencia, ya deberíamos rendirnos ante la evidencia: no se debería borrar, su capacidad para la contundencia es palpable, su poesía maldita y borracha es admirable, su violencia es la de un modelo de cine que expandía las sensaciones, su propuesta de experiencia es orgullosamente no apta para todo público y en sus pliegues y en sus cortes impactantes ingresamos en una estética que huye de toda mojigatería, de todo remilgo, de toda diplomacia. Una película del fin de los tiempos del salvaje oeste, y del fin de andares de actores como William Holden, Ernest Borgnine y Warren Oates (todos mejores que Marlon Brando en El padrino), que cada vez más hay que andar explicando quiénes son a cada vez más interlocutores.

Escrito por Javier Porta Fouz