Los que se quedan es una película tradicional. De esas que, sí, seguro, nos pueden hacer decir que nos encanta ir al cine, para luego enseguida darnos cuenta de que en realidad nos encantaría volver más seguido a ver películas como esta. Pero hay pocas. Lo que queremos, sí, seguro, es que las publicidades que pasan antes no sean tan pero tan pero tan estúpidas, horribles y nefastas (una de unas hojas escolares, otras de un sitio de apuestas, otra de una cerveza sin alcohol). ¿No éramos un país con buena publicidad? Lo que queremos, sí, también es saber quién dirige las películas, que nos lo digan en el trailer. Pasaron un trailer de una biográfica sobre Bob Marley, un trailer feo y banal que no nos informaba quién dirigía la película. Nos quedamos con Los que se quedan, una película de Alexander Payne, una película de autor, una película de dolores varios.

Los que se quedan se llama en el original The Holdovers, también podría decirse los remanentes, los pospuestos, los que aplazan lo que tienen o tendrían que vivir, pero también los que se quedan pueden ser los que resisten, los que aguantan los golpes, los que esperan y esperá que quizás alguien venga a rescatarte, tal vez incluso una película como esta. Los que se quedan es una película tradicional, y eso hay que repetirlo, porque la tradición es repetición y cambio. La película de Payne quiere ser de los setenta del siglo pasado -la mejor década del cine americano según supo Pauline Kael en ese mismo momento-, su intención es visible, prístina, asertiva. El logo de Universal, la tipografía, el copyright, la cualidad tonal de la imagen. Las músicas. El tiempo de la acción. Estamos a principios de los setenta, en el momento posterior a los sesenta, obviamente en términos del calendario pero también en el asunto del espíritu o los fantasmas o los espantajos de los tiempos. El sueño de los sesenta ya se terminó pero estos personajes no lo vivieron, o más bien eso no les importa demasiado y ahora necesitan seguir creyendo en algo que escapa de lo colectivo: buscan en los libros, en la historia antigua, en la bebida, en los espejismos de Boston, en la chica de la fiesta de Navidad, en la esquiva o averiada familia más cercana.

Los que se quedan es una película tradicional, que reconoce a sus antepasados, que son varios. Hay dos que son fundamentales: El cazador oculto o El guardián entre el centeno (The Catcher in the Rye) de J. D. Salinger y Rushmore de Wes Anderson, que ya cumplió un cuarto de siglo y que ya era claramente salingueriana (¿o salingeriana?). La rebeldía con blazer, la rebeldía que no cuadra bien con otras rebeldías de la misma edad. El outsider como programa, el que no va a cejar en su forma de mirar torcido porque las cosas por ahí alrededor ya no están derechas. Los que se quedan quiere -y los que se quedan quieren- a Rushmore de muchas maneras, y especialmente en uno de sus núcleos fundamentales de sentido: la protesta contra los privilegiados entre los ya privilegiados, contra la displicencia ante el mundo porque ya se tiene todo. Y no, no se tiene todo, se puede comprar casi todo pero no el carácter, la personalidad, decía Herman Blume (Bill Murray) en Rushmore. Esta idea y otras aledañas se plantean no pocas veces en Los que se quedan, pero sobre todo quedan dichas por la misma existencia de una película con tanto carácter, decidida a apostar tanto por los personajes, el ambiente, los diálogos, el tono y las emociones. Una película verdaderamente aristocrática, una cualidad que va mucho más allá de la disponibilidad del dinero heredado. Los que se quedan es una película tradicional y es también, finalmente, gozosamente, una película que se queda con nosotros.