Desde que la vi hace veinticinco años, o tal vez lo era desde antes por el título y por los fotogramas y por el agua, una de mis películas favoritas es Palombella rossa de Nanni Moretti. En este momento, en marzo de 2024, puedo dividir mi vida en dos mitades casi con exactitud: la mitad antes de ver Palombella rossa y la mitad después de verla. Palombella rossa es de 1989 y es una de mis películas preferidas por un montón de motivos que expuse en ya muchos artículos sobre ella que he escrito en este cuarto de siglo, pero uno de los motivos persistentes es que el protagonista, Michelle Apicella (el propio Moretti) se enoja ante usos aberrantes de palabras, se enoja y se violenta, grita y hasta pega un cachetazo. Al verlo por primera vez, ante ese momento de la película seguramente tuve la misma actitud del meme de DiCaprio señalando el televisor, muchos años antes de Érase una vez en Hollywood.
Las protestas de Michelle Apicella en Palombella rossa ante el uso y abuso de ciertas expresiones se convirtieron en parte de mi vida cotidiana como pensamiento, como cita constante, como referencia primordial. El recuerdo de Palombella rossa, una película cuyo personaje central tiene un accidente y pierde la memoria, me ha acompañado con frecuencia. Y vuelve, y vuelve, y se intensifica cada vez que encuentro usos aberrantes de palabras, repetición de muletillas, expresiones que se repiten y replican y viajan como virus lingüísticos. Cada vez que escucho “nada” para decir nada pero no con el sentido de nada, Palombella rossa. Cada vez que me dicen “olvidaaate” pero no exactamente para que olvide sino muchas veces como sinónimo de “por supuesto”, Palombella rossa. Cada vez que leo, en un mail de prensa o en otro ámbito, “invite” por invitación, Palombella rossa. Cada vez que leo, en un mail supuestamente en castellano, “review” en lugar de reseña, Palombella rossa. Cuando alguien -frecuentemente con ínfulas- empieza un texto o una alocución con “decirles que” o “contarles que” cuando debió decir o escribir “quiero decirles que…” o “queremos contarles que…” o alguna otra forma correcta, Palombella rossa.
Pero Palombella rossa se intensifica ante cada uso cotidiano de “cotidiano” como sustantivo y no como adjetivo. Leo cada vez más cosas como “cansado de su cotidiano, Pepito decide hacer un cambio”. “Su cotidiano”, venga nomás Apicella en Palombella rossa, una y mil veces, hasta que esto mejore, hasta que se pueda volver a respirar y a usar el lenguaje de una manera no tan espantosa. Tengo decenas y decenas de ejemplos sobre esta monstruosidad del uso cotidiano de cotidiano como sustantivo (y puedo percibir que muchos que cometen ese crimen creen que se vuelven sofisticadísimos). Pero acá me detengo con la queja y el párrafo que sigue, y con el que termina esta columna, es un fragmento -con algunas modificaciones- de un artículo que escribí para un libro -de esos de papel- que editamos en 2017 en el BAFICI, en ocasión de la visita de Moretti a Buenos Aires (algo excepcional, algo que no forma parte de “nuestro cotidiano”).
Haber visto Happy Days en la juventud “no tiene que ver pero tiene que ver”, grita Nanni en Aprile a los miembros del partido comunista, mientras espera con su equipo la llegada de un barco de refugiados albanos. Los reclamos de Moretti son parte de su extraordinaria amplitud de recursos humorísticos y críticos, en modo furioso para “¡Las palabras son importantes!” en Palombella rossa o en la variante de discutir con una obra de ficción y decir “ustedes gritaban consignas violentas, yo gritaba consignas justísimas y ahora soy un cuarentón espléndido” en Caro diario. La risa, la ironía, el humor como compañero al que no hay que renunciar, incluso cuando apenas queda una sabia sonrisa gastada, cansada, golpeada por la realidad. Una de las claves para ser un cuarentón o un cincuentón o un sesentón espléndido, o un cineasta de extraordinaria lucidez, es ser capaz de aplicar la mirada de la comedia, nunca abandonarla por completo. Nadar, tomar un vaso de agua y un café, recargar energías para volver a observar el mundo con la irrenunciable posibilidad de reírse de él, en él.