Con Oppenheimer, Christopher Nolan cumple con una de las máximas importantes de la historia reciente, o ya en realidad no tan reciente. Me refiero a esa que decía el Topo Gigio -y ya sabemos que no era un topo- sobre la televisión: “vamos a ver, a ver la tele, que a la vez nos educa y entretiene”. Nolan, en Oppenheimer, al fin vuelve a entretener como lo había podido hacer en las dos primeras Batman que firmó con su firma, la firma del más grande filmador y firmador entre los grandes -en realidad entre los aún más grandes- directores del presente, o del Presente. Porque Nolan ya es como su ídolo Stanley Kubrick, o al menos alguien con muchos seguidores que lo consideran ya no un cineasta inigualable sino un pensador sofisticado o, mejor aún, sofisticadísimo, además de fino e insondable en sus abismos de genialidad casi peligrosa.

Ya sabemos -o yo sé, no sé ustedes- que el mejor Kubrick siempre fue el más grosero, el más directo en sus ideas: el de La naranja mecánica, el de Nacido para matar, el de Ojos bien cerrados. De esas tres películas, bien entretenidas, bien vibrantes, bien vitales, en las que Mr. Kubrick desplegaba su talentosa energía maníaca, dos tenían un planteo crudamente directo y asesino de sutilezas sobre la violencia y la “educación-formación-reeducación”. La otra, la del “sexo sofisticado” era o bien una tomada de pelo a las fantasías más brillosas, como póster de una hipotética gomería con puertas doradas, o más bien una magnífica y admirable película neta y calenturientamente adolescente. Ojos bien cerrados era milagrosa: una película “fina y sofisticada”, de apariencia seria pero que resultaba muy divertida si se veía más como una comedia realizada con el espíritu del sketch “Veladas paquetas” de Hiperhumor. Una película seria para reírse un rato, aunque las risas quizás no estuvieran previstas en la tarjetita de invitación que nos hacía el artista, como sí seguramente lo estaban en la tarjetita de Perversa luna de hiel (Bitter Moon) de Roman Polanski, un cineasta mucho más sofisticado -y por lo tanto, menos explícito para revelar esa sofisticación- que Kubrick o Nolan. Polanski ha demostrado ser un cineasta que ha sabido incluso manejar diferentes tonos, proyectos, intensidades, géneros, escalas. Nolan ya hace solamente películas de Nolan, que son DE NOLAN, cada minuto lo dicen o más bien lo gritan, joyas convencidas, nunca susurros con dudas.

En Oppenheimer Nolan dispone de grandes recursos y de algo de la gran Historia del siglo XX. Nolan quiere explicar con fruición y dedicación el mundo porque, bien ahí, sagaz, ya sabe cómo terminaron las cosas que cuenta, como le pasaba en Dunkerque; en cierto sentido menos mal, porque es más entretenido cuando se basa en asuntos reales que cuando derrapa con cosas como El origen (link) o Interestelar (link). Así las cosas, en Oppenheimer los personajes abundan en frases con destino de posteridad dichas con esa falsa conciencia de posteridad que debería estar prohibida en las películas históricas. Pero cómo prohibirle algo a Nolan, si su señorío ya parece extenderse por casi todos los territorios de eso que llamábamos cine, al punto de que hasta parecen sobrarle actores famosos: hay muchos ejemplos de esto, pero quizás el más gracioso sea encontrarse de repente con Gary Oldman por dos o tres minutos para hacer de Harry Truman. Claro, uno probablemente se quede pensando en Oldman y se olvide de Truman, o piense en el show de Oldman o en The Truman Show. También aparece Rami Malek en un papel demasiado breve y uno dice, seguro que después vuelve, y vuelve con todo para encarrilar el final, todo un Rami -o un Freddie Mercury- ex machina. En el caso de Einstein, no me fijé quién es el actor que lo interpreta pero con sus modos campechanos y con su mirada calma me hizo acordar al Pepe Mujica. Nolan no se priva de nada, ni de conversaciones importantes y a la vez íntimas entre hombres famosos (que sí, también se elogian), ni de pegar volantazos narrativos para convertir a su película en una de juicio concentrado en la última media hora, no sin antes permitirse fantasmas radioactivos, suspensos explosivos, melodramas comunistas, “sexo inteligente y copado”, alcoholismo maternal, discusiones diversas en las que no solamente se juega una película con apellido sino también nuestra noción -y la de millones- acerca de los temas importantes del siglo XX y más allá. En Oppenheimer incluso se podría jugar el resultado de cada hecho del siglo XX, si es que se inventa la máquina del tiempo, o la inventa Nolan, que ya debe estar cerca.

Confieso que tardé casi un año en decidirme a ver Oppenheimer, y finalmente me sorprendió porque me pareció divertida, graciosa, una verdadera comedia de enredos científicos (también con Keneth Branagh y Josh Hartnett y más y más y más gran elenco), y con Robert Downey Jr. que calculo que se debe haber divertido mucho con el twist de su personaje (twist si uno no conoce la historia de ese señor y del señor Oppi). Al final, para más comedia, Nolan hace el clásico desfile de actores más o menos jóvenes envejecidos pésimamente con maquillaje, como pasaba en la igualmente pomposa pero nada divertida Una mente brillante de Ron Howard. Yo creo que Oppenheimer de Nolan es una comedia de trazo grueso -como creo que puede haber sido la obra de teatro Más pina que las gallutas sobre otros asuntos- y que Doctor Insólito o: Cómo aprendí a no preocuparme y amar la bomba de Kubrick no lo es, pero me han dicho que estoy equivocado. O que quizás yo sea como el japonés ese que seguía en una isla en modo bélico sin saber que la guerra ya la habían ganado Robert Oppenheimer y, sobre todo, Christopher Nolan.