M. Night Shyamalan se ha tomado muy en serio lo que pedía Oscar Wilde, que era más o menos así: no nos haga creer en lo que dice sino en su decisión de decirlo. Shyamalan -dan ganas de llamarlo M. Night- nos ha acompañado con sus películas desde fines del siglo pasado. Muchas películas, muchos años. No pocos entre nosotros hemos pasado por la fascinación, el rechazo, el hartazgo, el abandono, el desprecio burlón, el regreso con curiosidad frente a su cine, un cine que persiste, insiste, narra. Por momentos hemos creído que los de Cahiers du cinéma estaban locos por decir que era un grandísimo director para luego, en algún otro momento, dudar de nuestra propia cordura y ver a los Cahiers como la voz de la justa razón cinematográfica. Claro que ya sabemos que tal cosa no existe, pero acá hay que seguir el pedido de Wilde e imbuirnos del espíritu de M. Night, cuya producción 2024, La trampa, refulge de convicción y hasta de justas razones cinematográficas.
La trampa es una película de esas que construyen su modo de ser cine desde su misma estructura general, desde su pulsión narrativa inyectada con decisión, desde su seguridad actoral, desde su aplomo para no pedir disculpas por sus apuestas emocionales ni por su punto de partida argumental, brevemente expuesto de esta forma en la sinopsis de Max: “un padre y asesino en serie lleva a su adorada hija a un concierto soñado que resulta ser un complejo operativo para atraparlo.” Osado, si hasta parece incluso que alguien se equivocó al unir al señor padre y al señor asesino en serie. Pero no, la cosa es así nomás, o más o menos así, porque el concierto es el concierto y además hay metido ahí un operativo para atrapar al asesino. Y también ladrón eh, porque roba las cosas de las víctimas. Entonces, para atrapar al ladrón. To Catch a Thief, como titulaba Alfred Hitchcock. La trampa podría haber sido To Catch a Killer y llamarse Para atrapar al asesino. No, claro que la película de Shyamalan no maneja el tono liviano y lujoso de la película de Hitchcock con Cary Grant y Grace Kelly. De todos modos, otras películas de Hitchcock andan por acá flotando y se nota que Míster Night ha aprendido y aprehendido su Hitchcock. La sombra de una duda entonces, y también Psicosis desde los ojos y la sonrisa de Josh Hartnett, los primeros planos de frente y, claro, la madre, con esos planos imaginarios que un director menos convencido no pondría por miedo a quedar en ridículo. Pero M. Night confía en sí mismo, en su cine y hasta podríamos decir que en el cine, así en general, así en grande, en el cine casi como una deidad, y su cine no carece de religión. Y, además, bien parado en sus pies de cineasta y de padre, confía en que el espectador no se va a enojar rápidamente por cuestiones de verosimilitud. Ey, ¿cómo sabían que el asesino iba a estar en el concierto? Bueno, paciencia, después llega la explicación, que nos puede llegar a hacer decir ey, ¿cómo este señor pulcro se va a mandar ese descuido? Bueno, después llega la explicación. Sí, uno tiene que confiar en M. Night, en el señor Shyamalan, porque él confía en sus armas para atrapar al espectador. Para atrapar al espectador, para atrapar al público, to catch an audience.
A estas alturas, al ver La trampa, una película en absoluto carente de medios de producción pero nunca jamás ostentosa ni cargada de pirotecnia, hasta dan ganas de revisar el segmento que uno más ha rechazado del cine de Shyamalan (el mío es 2002-2006) a ver qué bicho místico o de enojo con los críticos le había picado. Si hasta dan ganas de ver todo en perspectiva, en la nueva perspectiva que puede arrojar una película modesta y a la vez orgullosa como La trampa, convencida de que hay todavía por ahí un espectador para atrapar y no dejarlo salir del evento sin haberlo divertido, distraído, sacudido un poco con unas cuantas armas nobles. Sí, claro que hay debilidades, pero se pueden barrer sencillamente bajo la alfombra con la escoba de la convicción, de la decisión cinematográfica de M. Night Shyamalan, director de cine.