Cifras y otras realidades -la última película de Clint Eastwood no pasó por los cines en muchos países, por ejemplo- podrían llegar a indicarnos que el cine se está haciendo cada vez más chico. Sin embargo, incluso en este contexto, o sobre todo en este contexto, puede aparecer una película que se presente, orgullosa, como si no le importaran esas cosas, como si decidiera ignorar que la película más vista de 2024 fue Intensa-mente 2 o Moana 2 o alguna de esas. Es decir, mientras vemos los peligros de un cine más empequeñecido, aparece una película de las grandes, de esas que pueden refundar por sí solas las ganas de ver cine en la mejor pantalla y con el mejor sonido posible. Eso genera Un completo desconocido -y hay que anotar el título original A Complete Unknown por cuestiones obvias y para que ya suene la canción- de James Mangold, la película que cuenta a Bob Dylan entre su llegada a Nueva York y la electricidad de Newport 65.

Mangold es uno de esos directores que solemos olvidar injustamente a la hora de hacer una lista de los grandes en actividad, pero es uno que en tres décadas de carrera ha demostrado con creces, en sus mejores momentos, que no son pocos, algo así como una brillante versatilidad tendiente al clasicismo. Su segunda película, Copland, tuvo como personaje central a un policía honesto interpretado por Sylvester Stallone que era un dedicado oyente de Bruce Springsteen, y el disco The River era utilizado con una sensibilidad y una eficacia notables, diríase milagrosas. Otro milagro de Mangold fue, claro, la resurrección de Indiana Jones, cuando todo parecía indicar que era una empresa imposible.

Pero dejemos de lado la carrera anterior de Mangold, tampoco es cuestión de recordar todo el tiempo sus “Blowin’ in the Wind”. En Un completo desconocido Mangold decide hacer uno de esos movimientos cruciales, una jugada maestra que el cine y el mundo deberían agradecer: ser el mejor director posible en una película que parece -parece, se disfraza genialmente de- contarse sola. En Un completo desconocido Mangold pone a funcionar una maquinaria con décadas de entrenamiento y que, bien afinada, puede lograr estas cumbres. Mangold decide no interferir con detalles visibles o interrupción alguna de estilo -en todo caso, podría pensarse, uno puede unir después que la reverencia ante los grandes discos de los grandes artistas es parte de su impronta- porque, sabio, sabe que tiene que contar algo que es magnífico y portentoso, como material de cine y como porción de la historia, a la que llamar reciente sería pecar de exceso de inocencia, o de vejez.

La primera mitad de la década de los sesenta en Nueva York, Pete Seeger y Woody Guthrie ya enfermo e internado, y la llegada de Bobby Dylan. Y Joan Baez y otros ilustres conocidos, como Mr. Johnny Cash. Un momento fundamental o una cadena de momentos fundamentales, un momento al que volver, o frente al cual uno quiere -y quiere con el alma- tener la ilusión -cinematográfica- de estar ahí. Nada menos que eso consigue Mangold con su decisión fundamental, la de hacer como que no está (I’m Not There, maravillosa película de Todd Haynes sobre Dylan) para que esté ante nosotros -y con esta grandeza- este ascenso sin caída. Uno podría hablar de que Timothée Chalamet es el gran actor de cine de estos tiempos, de que la que hace de Joan Baez esto o lo otro (hay algo inestable en su nariz) y de que Edward Norton al final podía ser tan bueno como Pete Seeger. Pero para qué: acá estamos ante una película que ni siquiera necesita edulcorar al señor Dylan sino meramente mostrar la evidencia de su talento cegador en una época que nos dice que ya no volverá, y que fue todo eso que todas las leyendas -las buenas, las malas, las más o menos- dicen que fue. Y que frente a este poderío uno, claro, puede emocionarse como solamente puede pasar en el cine (y menos mal que no apareció por ahí una versión de “My Back Pages” porque no se pueden preparar tantos pañuelos, diría Bertrand Blier). Y además, lo sabemos desde hace décadas, “Like a Rolling Stone” fue una cumbre del siglo XX. Y ahora tres de sus palabras se han convertido en el título de una de las películas fundamentales de lo que va de este siglo.