La primera vez que fui a Gijón apenas pasé por la ciudad, era invierno y un día muy ventoso, y no conocí a Fran Gayo. Un par de años después, en verano y en 2005 -ya pasaron veinte años, y veinte años son un montón-, fui a Gijón a encontrarme con Fran, a quien no conocía en persona, quien por ese entonces era músico del dúo Mus y programador del Festival de cine de Gijón.
Teníamos que ver unos asuntos del BAFICI, tal vez preparar la edición de un libro y un ciclo de películas. Fuimos a cenar con Fran y Ramón Lluís Bande. No recuerdo qué comimos, pero sí recuerdo la sidra asturiana y la habilidad de quien la servía a la manera asturiana, a la mayor distancia posible que le permitieran los brazos. Fuimos también a ver y escuchar a Van Morrison, talentoso y legendario petiso malhumorado irlandés, en la Plaza de toros.
Asturiano, Fran tenía su terruño bien incorporado, y sabía mostrar y transitar Gijón con una gracia intensa siempre al borde del humor, y también del malhumor como una de las bellas artes. Cultor pertinaz del “gran arte de la puteada” -Pauline Kael dixit- y perfeccionista -quienes trabajamos muchos años con él lo sabemos bien-, Fran era de esos que convenía tener en el equipo. Cultor pertinaz del arte del uso de la palabra en sentido amplio, lanzaba sus observaciones lúcidas, bondadosas, malvadas, sarcásticas, acertadas y equivocadas cargadas de singularidad y del impulso de decir. Cuando observaba lo inusual, o mejor aún lo que era nuevo para él, podía condensar en pocas palabras aquello que sabíamos que estaba ahí pero no habíamos podido detectar con precisión.
En 2006, Fran vino al BAFICI como jurado. En esa ocasión, luego de un almuerzo con directores y productores argentinos me dijo: “joder tío, es gente muy maja… ¡pero todos se psicoanalizan!” Y luego de eso me contó del consejo que les había dado y que lo he repetido decenas de veces, pero no lo escribiré aquí: lo guardo para conversaciones en persona porque creo que funciona mejor oralmente y no tanto por escrito. Y porque no quiero escribirlo. Pero desde ese momento esa frase procaz de Fran sobre el psicoanálisis ha sido de las que más he citado en mi vida, quizás porque me reveló una verdad evidente, una de esas que uno sabía que estaba ahí, subyacente, pero que nunca había podido ver con esa claridad y con esa capacidad de síntesis, la brumosa claridad asturiana de Fran.
Algunos años más tarde Fran se mudó a la Argentina y empezó a trabajar en el BAFICI, y en esos años en los que compartimos ese trabajo -y también otro, en Qubit- fue cuando más lo frecuenté y cuando sus observaciones sobre Buenos Aires me revelaron unos cuantos aspectos cruciales de la ciudad: Fran tenía esa capacidad de observación nueva, renovada y renovadora, no siempre presente en quien viene de otro lado pero en este caso sí y con creces, con frecuencia, además, con forma, mirada y expresión literarias. Entre muchos de esos momentos guardo, y recuerdo casi todos los días en los que camino por Buenos Aires, una observación suya que con los años no ha hecho más que volverse más y más acertada: “es que en Buenos Aires la gente camina muy mal, Portina”. La cito mentalmente, casi en cada caminata en la que puteo, con lo cual probablemente Fran se haya convertido en una de las personas que más he citado en mi vida (y la única que me decía “Portina”, y con las que más he hablado y discutido sobre cine). En alguna otra ocasión seguramente tenga ganas de escribir sobre los problemas de caminar en Buenos Aires, pero ahora solamente quería despedir con estos recuerdos a Fran, que murió hace algunos días en Buenos Aires, en Balvanera, en donde el mal caminar de Buenos Aires se triplica en intensidad y en certeza, como esa y algunas otras frases de este inolvidable asturiano aporteñado.