El esquema fenicio, es decir The Phoenician Scheme, fue dirigida, coproducida y coescrita por Wes Anderson. Es de Wes Anderson, una película de autor. Es con contundencia, como a veces se dice, un Wes Anderson. En general no me gusta la expresión “un + nombre”, y además me recuerda a un crítico argentino que presentaba películas con -o de, porque dirigió- Palito Ortega en un canal de cable diciendo “vamos a ver un Palito”. Pero un Wes Anderson es un Wes Anderson es un Wes Anderson. Excepción, entonces: la expresión, en este caso, es justa. Y me gusta. Es justa y me gusta, o porque es justa me gusta. Un Turner, un Picasso, un Rembrandt. Un Wes Anderson. O una. Una película. O un film. O un cuadro. O un encuadre. O muchos encuadres que llevan la firma del director de manera evidente, inmediatamente reconocible, como pasa en muy pocos otros casos en el cine contemporáneo. E incluso de cualquier época. Muy pocos casos. Escasos casos.

Los planos de Wes Anderson juegan, pero juegan con la energía de un niño obsesivo, un niño que, más que jugar, ordena seriamente figuritas, cartas, cromos. Un niño que dispone objetos espacialmente, amorosamente y visualmente con su tendencia natural, que en este caso es la simetría. Lo antedicho, claro, no puede comprobarse. O quizás tengan otra idea sobre comprobar, o sobre escribir o leer o pensar acerca de una película. De todos modos, una película de Wes Anderson es, cuando uno ya dejó de preocuparse por si en esta película o en esta otra nueva película Wes Anderson se repite o se enraiza de más o se vuelve rizoma, una celebración de la personalidad creativa, de la singularidad vivida con fruición. Vivida con éxito, vivida con literatura -con Salinger, entre otros-, vivida con objetos dignos de verse de tenerse y tal vez de envidiarse, vivida con placer por lo material, por lo analógico, con el dolor nostálgico por el avance de su pérdida. Vivida con decenas de actores -de estrellas, casi de objetos humanos- a disposición de la visión del cineasta autor inconfundible marca registrada. Y todo lo que podemos decir como celebración y admiración del cine de Wes Anderson -acentuando el de, blindándolo- podemos convertirlo sin tantas piruetas en rechazo. Pero, a estas alturas, qué lógica tendría rechazar a uno de los escasos autores monumentales -uno que firma al instante pero no filma instantes sino ideas, cuadros, emociones cada vez menos instantáneas- del cine del siglo XXI. Hay quienes se cansan y descreen cada vez más del cine de Wes Anderson. Yo, cada vez menos o, para ser más preciso y simétrico, el cine de Wes Anderson me renueva la fe, en el cine y en la energía del cine.

El cine de Wes Anderson post Isla de perros (La crónica francesa, Asteroid City, El esquema fenicio) es cada vez más un cine de miniaturas narrativas, un cine con un esquema más evidente, más transparente, en el que en su frontalidad visual -la belleza, a veces y raramente, no necesita nada oblicuo- es el punto de llegada de ideas, de sueños, de anhelos. El cine de Wes Anderson no abandona a los personajes, nunca lo hizo, aunque nos costara apreciarlo. A Anderson, por su parte, hace rato que nada parece costarle, y uno puede ver cómo la riqueza monetaria de sus personajes ha ido creciendo en promedio, y cómo el dinero es un tema recurrente desde los inicios de su filmografía. El esquema fenicio -con un ultra millonario en el centro- es una película sobre planes, planos, proyecciones, maquetas y mapas. El esquema fenicio es también sobre negociaciones, planteadas narrativamente en el formato de enumeración de algunos cuentos tradicionales. El esquema fenicio es también sobre peligros y disfraces. Y, claro, como buena parte del cine de Wes Anderson, El esquema fenicio de Wes Anderson es también una película sobre padres e hijos, o sobre paternidad y filiación, sobre la necesidad de escapar de toda clase de orfandad.