Se me hace cuento que hace ya más de dos semanas murió Diane Keaton, y más cuento todavía que lo haya hecho antes de cumplir los ochenta años. Si siempre estaba ahí, flaca y elegante, dispuesta a la sonrisa franca, con los ojos cargados de la inteligencia del humor. Si su admirada Katharine Hepburn, además, había vivido hasta los noventa y seis. Si estaba ahí, siempre estaba ahí, en la memoria del cine, y nosotros con la tranquilidad de que también estaba en el presente. De que siempre podía aparecer en alguna entrega de premios -de los que le dieron, de los que se quedaron sin darle- y deslumbrar por presencia, por carisma, por la radiancia de su simpatía, por el atractivo de su personalidad.

El arco (iris) que va de Annie Hall a El Padrino es apenas el principio de la muestra de lo que fue Keaton para el cine. Se pueden tomar otros pares de películas, otros arcos, otras líneas de puntos. Y Keaton permanece. Y volvemos a observar. Y volvemos a no creer que se trate de la misma actriz, de la misma mujer. Ella es eterna / Ella es de hoy y de ayer / Tú la conoces / Ella es la misma, la misma mujer, cantaba Saúl Blanch en el primer disco de Rata Blanca. Los ojos de Kay Adams (Kay Corleone), de la saga mafiosa y familiar de Francis Ford Coppola (hoy de ochenta y seis años), no se parecen a los ojos de Annie Hall, personaje y título de una de las películas inmortales de Woody Allen (hoy por cumplir noventa años). Diane Keaton: qué manera de actuar con los ojos, con la mirada, con su caída o con su renacer. También con los anteojos, y con los chalecos y con las corbatas, y con los vestidos y con las mejillas. Menos alta de lo que uno solía recordar o imaginar -medía casi un metro setenta- y siempre mucho más atractiva de lo que uno solía recordar, Keaton era una presencia singularísima, de esas que se pueden imaginar como irremplazables a la hora de pensar en un casting. Si no está Diane hay que reescribir el papel: eso suena efectivamente como una frase lógica, comprensible, de una preproducción.

Los ojos enamorados, los ojos tristes, los ojos ilusionados brevemente o simplemente desilusionados, de Kay Adams (Kay Corleone) en El Padrino. Los ojos endurecidos y casi sin ilusión -ni siquiera la de la desilusión- de Kay Adams (Kay Corleone) al pasar el tiempo, al pasar los Padrinos. Los ojos vivaces de Annie Hall en Annie Hall y en cada película inspirada en Annie Hall, sus ojos vivaces y torpes, sus ojos de mirada escondida, de inteligencia agazapada y siempre mayor a la que esperábamos o recordábamos. Los anteojos, el pelo, las mejillas de Annie Hall, la mirada un poco esquiva, y otras veces frontalmente transparente, como si jamás hubiera sido de otra manera. El plano secuencia de la fila del cine, que empieza con el molesto de atrás hablando de Fellini, pasa por Samuel Beckett y termina con Marshall McLuhan, ubica a Annie como el centro de gravedad, el sostén que aguanta a Alvy Singer (Woody Allen). Sobre ella, sobre Annie y sobre la mujer (porque el pesado, a su modo, trata de deslumbrar a una mujer), orbita esta secuencia que ya está en cualquier historia del cine digna de ser tenida en cuenta. Una historia en la que Keaton es una presencia insoslayable, insustituible, siempre más linda de lo que solíamos recordar, quizás porque -como bien dijo alguna vez Allen- andaba ocultando su belleza. O, más bien, tenía tanta que no se ocupaba demasiado de andar señalándola.