A principios de los ochenta, Columbia quería que Bill Murray fuera parte del elenco de Los Cazafantasmas. El gran actor cómico venía de hacer Meatballs, Caddyshack y Stripes (El pelotón chiflado). Murray quería hacer una película “seria” y consiguió que Columbia produjera Al filo de la navaja, basada en W. Somerset Maugham. Entonces Murray formó parte de Los Cazafantasmas, y producto que se convirtió en el mayor éxito de la historia de Columbia hasta ese entonces. Al filo de la navaja, por su parte, fue un fracaso. Con 220 millones de dólares de recaudación, Los Cazafantasmas fue un suceso de proporciones gigantescas. Columbia había desarrollado el proyecto y tenía los derechos para hacer una secuela, y las expectativas de ganancia eran muy altas. La secuela se estrenó finalmente en 1989, pero recaudó menos de la mitad que la original. Además, los costos de reunir al elenco y al director de la primera entrega habían aumentado mucho. Y así fue que Columbia ganó muy poca plata con la secuela. En 1989 las cosas habían cambiado, y el éxito fulgurante sería para un personaje ya viejo, pero hecho nuevo: Batman, de Tim Burton.
Estos y otros relatos de la industria de Hollywood en los ochenta están en el imprescindible libro The Movies of the Eighties, de Ron Base y David Haslam. Los años ochenta generaron o reforzaron cómicos-estrellas: Bill Murray, Dan Aykroyd, Eddie Murphy, Tom Hanks, Richard Pryor, Gene Wilder, ¡Dudley Moore! Secuelas, sueldos en ascenso, para finales de los 80 hacer comedias con estrellas consagradas era más caro que a principios de la década, en esas películas iniciales que consagraron a esas y otras estrellas. Batman, que en 1985, por caso, era el recuerdo de una serie lisérgica, desde 1989 hasta la fecha sigue renaciendo a cada rato, cambiando de forma, oscureciendo su capa y ensanchando su tórax. Batman es un acorazado, y ya lleva treinta años como marca fuerte.
Pero en 1984 la película que obtenía atención especial era Los Cazafantasmas, una comedia con fantasmas, no una película de fantasmas con momentos graciosos. Los Cazafantasmas era una comedia, más específicamente era una (otra) película sobre neuróticos neoyorquinos, con fantasmas y parafernalia para cazarlos como excusas para los diálogos, los chistes, las situaciones. Sobre el final de la película, y sobre todo en la secuela, las amenazas sobrenaturales tomaban más preponderancia. Pero Los Cazafantasmas versión 1984 era una comedia. Y una de los ochenta. Al volver a verla, es notorio que ese modo de hacer comedias hoy en día no es el más corriente. Las secuencias, por ejemplo la del hotel y el fantasma verde gomoso, tenían una estructura y una duración que hoy es inusual. El encuentro con el fantasma se construye aproximadamente en la mitad de la larga secuencia del hotel, en el que hay tiempo de que los personajes entren, entiendan el espacio, planifiquen la estrategia, se comuniquen, vuelvan a juntarse, se rencuentren, y luego hay una duración ostensible para la destrucción progresiva del salón de fiestas en el que se produce la captura del fantasma, con cada destrozo ya preparado, ya anticipado, por el propio ritmo interno de la secuencia. Entonces, cada mesa que se rompe, cada adorno floral que salta en 1.000 pedazos, cada escape del fantasma, tienen un peso distinto al de la una secuencia similar hecha según los cánones de la comedia mainstream de hoy en día. Porque hoy en día -ver Cazafantasmas la nueva y apreciarlo- las secuencias de las comedias suelen tener tranco más corto, cada situación concluye de forma más rápida, con menor tensión cómica y recursos más directos, a la vez que más efímeros, menos cargados, menos preparados, menos macerados. Las risas son respuestas con menos sustento. En los ochenta todavía la construcción cómica in crescendo -La fiesta inolvidable de Blake Edwards como ejemplo anterior, de los sesenta- abundaba en el mainstream: las películas -y los comediantes- eran menos ansiosos. Los espectadores también, y solían obtener mejores recompensas. O al menos recompensas que provenían de una disposición narrativa más estable, más clásica, más estable, menos atada a las necesidades de velocidad constante, que a veces es mero apuro.