El primer encuentro con el cine del irlandés John Carney, para la mayoría de nosotros, fue con Once (2007), película que se dio en el Bafici y luego se estrenó, aunque no en grandes condiciones. Pasaron dos películas más y luego nos llegó Begin Again, hecha en Estados Unidos con Keira Knightley, Mark Ruffalo y Hailee Steinfeld. Esa película -encantadora, como Once- tuvo, entre otras, tres particularidades. Una es que su título de estreno en Argentina aumentó la cantidad de caracteres de forma exponencial: se llamó ¿Puede una canción de amor salvar tu vida? Otro detalle es que con Once todavía se vendían cantidades apreciables de CDs con bandas de sonido, pero ya no con Begin Again (2013). Y la otra particularidad, la más llamativa e importante, es que fue un éxito tremendo en Corea del Sur. Y Corea del Sur, justamente, fue uno de los primeros países en estrenarse la película 2016 de Carney: Sing Street, que tuvo su premiere en el Festival de Sundance en enero. Por aquí, por ahora, no parece haber noticias de su estreno. Pero en el avión de mi vuelo hacia el Festival de Cine de Lima estaba disponible. No suelo ver películas en aviones y no suelo ser ansioso, pero no pude contenerme con la nueva de Carney, un director que sabe de -y se anima con- canciones en su cine.

 

Sing Street: Dublín. Crisis. Los ochenta. Adolescente que cambia de colegio. Familia en crisis. Chico acosado por bullying de un cabeza de tacho, y por la disciplina de algún cura fascista. Chico que, con el primer amigo que hace, encuentra a una chica. No a una chica, a la chica, a esa que, como era Kristen Stewart en Adventureland, es el faro, la fascinación, el deslumbramiento. Y Carney no se equivoca con la chica: Raphina (Lucy Boynton) es eso, es todo: ver para creer en este nivel de fotogenia. Ella es el motor para que Conor-Cosmo (Ferdia Walsh-Peelo) se acerque, invente, se auto invente un desafío: la banda de rock, porque con la banda de rock pueden hacerse videoclips, que en ese momento son lo máximo. Conor acaba de saberlo, y sabe más porque su hermano, un personaje entrañable, le enseña el rock, desde un lugar de desencanto, de la experiencia de no animarse. Conor se anima, se conecta, y con el deseo como motor -el deseo de deslumbrar a Raphina- crece y crece. Coming of age musical, Escuela de rock y escuela de vida ochentosa y en Dublín, la apertura a un mundo con Duran Duran, The Cure, Motörhead y The Jam como algunas de las coordenadas. Y la película crece, acumula emociones y crece. Y John Carney nos recuerda que hay un cine que puede despegarse del miedo a la emoción, hacerlo con uso de fórmulas pero no de recursos automatizados para autómatas sino con el respeto a unas tradiciones (no solo Escuela de Rock y Adventureland, también un poco Los Goonies y Linda Linda Linda, protagonizada por una surcoreana) bien aprendidas, bien internalizadas. Y Sing Street se anima a un progreso musical, a un coraje, a un viento y lluvia en la cara y a un crescendo general que nos transportan a otras épocas del cine, esas en las que películas como Sing Street eran esperadas por más gente que la que espera, o esperaba, cosas como Suicide Squad. Una película atesorable esta Sing Street, aún vista en un avión. Y hablando de aviones y de distancias, ¿en qué país ha recaudado más Sing Street hasta el momento? Sí, en Corea del Sur, y por mucho. nuestras antípodas geográficas. Y, aparentemente, también en gusto cinematográfico.

También vi otra película en el avión: Pelé, el nacimiento de una leyenda de unos señores de apellido Zimbalist, sobre los comienzos del Rey hasta el triunfo en Suecia 1958. No empieza bien, no transcurre bien, no termina bien, no habla bien (habla en inglés de forma absurda, más allá de cualquier convención). No le hace bien al cine, ni al fútbol, ni agrega gloria al jugador. Es un ejemplo claro y contundente de un cine hecho, pensado, teledirigido y predigerido según la concepción de lo que se supone es el mínimo común denominador de comprensión: todo un ejercicio de cinismo y subestimación. Cada plano, cada escena, cada secuencia, es una mezcla entre lo peor de la televisión y lo peor de la emoción predigerida -es decir, la negación de la emoción- que anula casi por completo una historia de triunfo deportivo extraordinaria mediante métodos de flagrante ordinariez.