Me había perdido Cigüeñas. Y al ver Trolls, de la que escribí acá, tuve la necesidad de verla con premura. Así que al otro día vi la primera película animada escrita y dirigida por Nicholas Stoller, que está haciendo una carrera muy importante centrada en la comedia (Forgetting Sarah Marshall, Get Him to the Greek, The Five-Year Engagement, Buenos vecinos). El codirector es Doug Sweetland, el del corto Presto de hace unos cuantos años y con destacada trayectoria como animador para Pixar.

Trolls es, antes que una película, casi la definición de lo que se entiende de manera peyorativa por producto: uno vistoso, vendible, llamativo. Y una película sin alma, sin ánima, no animada y que no se anima, que no puede armar emociones, cuyo relato es endeble probablemente porque confía demasiado en la acumulación de elementos. Pero estos elementos son meros ingredientes que apuntan a diferentes públicos y no necesariamente hacen cohesión. Los elementos de Trolls no son solidarios. La película tiene lujos en la banda sonora, colores y brillos de sobra, un 3D inoperante, y poca raigambre en las mejores tradiciones animadas (el cinismo shrekiano es un recurso agónico antes que una tradición). Cigüeñas es de Warner, y honra la historia animada de la compañía, por ejemplo con los lobos en formaciones delirantes y brillantemente cómicas. Hay secuencias con la velocidad absurda del cartoon, con humor anárquico, sin necesidad de atarse a las referencias teledirigidas hacia los adultos, con la convicción de que todavía es importante delinear personajes que vayan más allá de trazos básicos, la pasión palpable por la aventura del cine, y por la posibilidad y el placer del juego. Por la felicidad de poder jugar. Cigüeñas, además, es una de las pocas películas animadas estrenadas este año que no depende de una marca previa y no es un refrito de muchas otras fórmulas ya probadas. Cigüeñas cuenta un cuento, nada menos. Y, como decíamos, se permite y nos permite jugar.

El juego es un concepto clave y recurrente del nuevo libro de Leonardo D’Espósito 50 películas para ser feliz (51 en realidad, y más en las recomendaciones y links). Se trata de textos que pueden leerse en orden diverso, de pequeños ensayos sobre películas, sobre esas a las que recurrimos cuando queremos recordar porqué nos gusta tanto el cine. Por supuesto, como en toda selección de películas de otro crítico (amigo y extraordinariamente talentoso, en este caso), hay acuerdos y desavenencias (no tantas, de hecho, quizás por tantos años de trabajo en conjunto y por no pocas ideas coincidentes sobre el cine). Pero, como siempre debería ocurrir con la escritura sobre cine, no importa tanto estar de acuerdo en la valoración de las películas sino en valorar cómo es la mirada que se nos ofrece sobre las películas, sobre el cine y, en este caso, sobre qué significa la felicidad en las películas, o en nuestra relación con ellas, o qué formas de felicidad nos muestra el cine. La felicidad que proviene de las películas no tiene que ver necesariamente con “temas felices”, Leo lo sabe muy bien y lo explica, y clasifica, y relaciona. Una película optimista no es necesariamente una película feliz, y una pesimista no tiene porqué ser infeliz. Y hasta se anima con lo que llama el pentágono de la felicidad. Podría citar esas líneas especialmente inspiradas, o tantas y tantas especialmente inspiradas del libro. Pero lo importante es que se acerquen a este libro feliz no por optimista ni por tener fe o esperanzas ingenuas. Este es un libro sabio, que hace de la búsqueda de la felicidad -que es una búsqueda con conciencia del tiempo, esa clave del cine- un camino inspirado, divertido -que no significa en absoluto superficial-, alejado de la solemnidad y con una profundidad que aparece con frecuencia, también en sus múltiples desvíos y digresiones. De los libros de Leo -Todo lo que necesitás saber sobre cine y 50 películas que conquistaron el mundo son los otros dos- este es el que mejor transmite la energía del autor cuando se pone a hablar de las películas, cuando asistimos a la increíble usina de ideas que pone en marcha al hablar de cine y de todo lo que lo rodea que -en el caso de Leo- es de un alcance extraordinario. Profesar entusiasmo no es sencillo: se puede caer en mera intensidad. Leo sortea esos peligros con una escritura que esquiva todo riesgo de abrumar al lector con una amabilidad que, a no dudarlo, es también uno de los requisitos para la felicidad.