Hace algunas semanas escribí sobre una película imprescindible que vi en la edición número 50 del Festival Internacional de Cinema Fantàstic de Catalunya (o sea, Sitges). Sobre una de esas películas que tienen el poder de refundar el cine por sí solas; o por lo menos nuestra confianza, nuestro amor y nuestra fascinación por él. Lo que escribí acerca de Brawl in Cell Block 99 está aquí

Elipsis. Recién vuelvo de pasar tres días en la edición número 32 del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Y, entre otras cosas, fui decidido otra vez a ver la película de S. Craig Zahler porque no quería perderme la oportunidad de verla otra vez en una sala, porque Brawl in Cell Block 99 no se va a estrenar comercialmente, o por lo menos no hay indicios al respecto. Verla otra vez en una sala no es, claramente, “repetir la experiencia”. En un festival distinto, en un país distinto, en una sala distinta, con iluminación, proyección y sonido distintos, butacas distintas, distinta compañía. Y nosotros somos distintos al ver por segunda vez una película, por todo lo obvio que se pueda decir y además porque esa película ya nos modificó.

Al volverla a ver es cuando una película realmente se pone a prueba, se puede hacer fuerte o debilitarse. Y sobre todo en una segunda vez bastante seguida, a poco más de un mes del shock inicial. Hay una ansiedad distinta, una predisposición diferente, y más a partir de haber pasado por un primer encuentro conmovedor, feliz e inolvidable. Las películas que permiten ser vueltas a ver y se sostienen son las de especial riqueza, lo sabía bien François Truffaut, que entendía con sabiduría que en esa segunda vez nuestra atención y tensión argumental se relajaban y podíamos percibir más, o al menos elementos de otros órdenes. En una privilegiada segunda vez Brawl in Cell Block 99 revela su entereza, su forma compacta, su cohesión, y se agigantan sus imponentes virtudes. Zahler es un director que vio cine, seguramente mucho americano de los años setenta y no pocos clásicos, y así despliega una seguridad asombrosa, de esas que pueden permitirse reenvíos de sentido que en una segunda visión ganan visibilidad. Vemos con más consciencia la lata de cerveza aplastada por el coche apenas empieza la película y cómo se une con no pocos eventos posteriores. Y vemos la bolsa que vuela por la calle al principio que nos promete western y más western. De hecho hay cantidad de duelos frente a frente, disposición como motivo visual y genérico; el mejor, claro, es el que se da entre Vince Vaughn (Bradley, no Brad) y Warden Tuggs (Don Johnson). El gran actor Johnson, por otro lado, por el aspecto de su rostro quizás esté refiriendo y a la vez corrigiendo la actuación de Marlon Brando en El padrino. Hay más detalles, pero por ahora agreguemos la claridad conceptual y simbólica -esa que siempre tuvieron Michael Mann, Brian De Palma, Jean-Pierre Melville y algunos otros que han contado cuentos de policías y criminales- de Zahler al mostrarnos cómo Bradley (no Brad) desciende las escaleras hacia el Cell Block 99.

Brawl in Cell Block 99 es una tragedia, un western, una comedia, una película política, una película de los setenta hecha en el siglo XXI para ser atemporal, para permanecer, para aterrarnos y para apostar a un futuro incierto, para hacernos sentir físicamente emociones fuertes. Y también pensada en serio y con amor y devoción -ya no nos cuidemos de esas palabras- para que riamos ante la maestría de los diálogos, los gestos y los excesos de fuerza, y para hacernos llorar ante un personaje de esos que se van extinguiendo en el cine mientras esta película es vista por menos gente que la justa y necesaria: un personaje llamado Bradley, nunca Brad.