Por séptimo año consecutivo estoy en el Festival de cine de Berlín, la Berlinale. En 2012 fui por primera vez y escribí algo aquí mismo. Ya no sé si considero verdad todo lo que puse ahí. Pero eso no importa, pasaron seis años (2012-2018, seis años, siete ediciones distintas; ya volveremos seguramente sobre este asunto de los números en unas semanas por la edición número veinte del Bafici). Eso sí, aclaro que algo de lo antedicho es, hoy, una mentira: eso de “estoy en el Festival”. Será verdad -espero- cuando se publique esta columna. Pero escribo por adelantado, desde Buenos Aires. Viejas costumbres del periodismo: el “ayer pasó tal cosa” escrito hoy, el mañana escrito también hoy, los obituarios redactados y a veces llorados con los grandes octogenarios vivos. Vuelvo a la Berlinale, y recuerdo la edición del año pasado, porque los ecos siguen hoy, en la nueva edición, a la que voy a viajar en 10 días, y estará sucediendo cuando esta nota esté disponible para leer de forma pública.

El Festival de Berlín está organizado en diversas secciones, con identidad definida y notable autonomía: por ejemplo, desde hace algunos años no hay más un gran catálogo impreso y se ofrecen pequeñas piezas gráficas -algo así como cuadernillos- independientes para cada sección. Una de ellas es Panorama, que consiste en varias decenas de películas, sin división interna temática en la presentación salvo que, extrañamente en un mundo del cine en el cual muchos festivales optaron por prescindir de esa distinción, separa los documentales de las ficciones. Tal vez a estas alturas esa distinción sea un signo de resistencia, alguna clase de elegancia, de -justamente- distinción. En Panorama Dokumente vi una de las películas que más me gustaron el año pasado, que luego estuvo en el Bafici y sobre la que escribí lo que sigue para su catálogo (catálogo impreso a la vieja usanza): “Hacer cine político para reflexionar sobre los años 60. O reflexionar sobre los años 60 para terminar indefectiblemente hablando de política. Y partir de películas familiares. Todo eso es verdad, pero describe de manera muy incompleta este extraordinario ensayo fílmico de João Moreira Salles, quien regresa al cine a diez años de su magistral Santiago. Las ideas que pone en juego el director van y vienen entonces desde la política, las convulsiones sociales y la historia de Francia, Checoslovaquia, China y Brasil, pero sobre todo parten de apreciaciones acerca de la imagen, de todo lo que dicen esas imágenes de archivo, rescatadas y enriquecidas, aprovechadas con un poder de observación y una lucidez notables. No intenso agora nos lleva a emociones inusuales, conseguidas mediante una nobleza artística de extrema singularidad.” Lo releo. Es extraño releer lo escrito por uno mismo, y casi siempre no voy más allá de chequear que no haya algún pertinaz error añejado. En este caso me quedo detenido en que apunté que hay algo que es verdad pero que describe de manera muy incompleta aquello que intenta definir. E inmediatamente salto de Panorama Dokumente 2017 a la parte de ficción. Allí estaba una película dirigida por un italiano, siciliano, llamado Luca Guadagnino, el mismo que este año estrenará la remake de Suspiria (un desafío que parecía mentira y será verdad, aunque esto no signifique demasiado, tal vez por ahora no mucho más que miedos diversos). La película en cuestión era Call Me By Your Name, que se había presentado antes en Sundance. Aquí se estrenará bajo el título de Llámame por tu nombre, con cuatro nominaciones al Oscar ya puestas, incluso la de mejor película. Su lanzamiento local será el próximo 22 de febrero, que es el próximo jueves desde la publicación de esta nota, pero no desde la escritura de esta nota y su envío al editor. Busco en mis mails lo que apunté de Call Me By Your Name al verla, unas consideraciones breves: “Crowd pleaser dificilísimo de hacer y con mucho riesgo de ser odiado, pero creo que hay mucha capacidad acá. Y Armie Hammer hace el papel de su vida.” Con el correr de los meses, la película seguía viva en la memoria. Y, no me había dado cuenta antes, resultó que James Ivory había sido el guionista. Ivory, el mismo de Lo que queda del día, que siempre quise mucho, junto con mucha gente, y de La hija del soldado nunca llora, que quise más en soledad. En el siglo XXI Ivory se fue haciendo borroso pero ahora, después de nueve años sin dirigir, está en la etapa de preproducción de una adaptación de Shakespeare. Su último trabajo como realizador es de 2009, una película que se filmó en parte en Buenos Aires y se llamó La ciudad de tu destino final. Vuelvo a Ivory guionista -nominado al Oscar- de Call Me By Your Name. O directamente a Call Me By Your Name: verano, Italia (Lombardía), 1983, casa hermosa, jardines, pueblos pequeños, libros, un visitante, discusiones sobre arte, un adolescente y su despertar sexual y amoroso. Una puesta en escena más bien clásica, unos diálogos escritos como se hacía antes, o como se hacía en las mejores películas de Ivory aunque no los escribiera él. Luz de verano fuera de las grandes ciudades en Italia, vidas aisladas en una belleza y una placidez cero mortuoria que parecen de mentira, como tantos otros recursos de Call Me By Your Name. Sabidurías añejas del cine que entregan verdades, de las que acechan -peligrosas, imborrables, inolvidables- detrás de los disfraces y de los fructíferos rodeos de la estética y la civilización.