No logré ver más de diez minutos de Guerra de papás, la primera. Me parecía todo de un nivel de plástico insoportable, aplastado por las fórmulas más groseras. En algún momento, en algún cine, vi el trailer de la segunda parte, y me reí varias veces. Básicamente porque podía percibir(se) alguna clase de eficacia cómica en la interacción de Mel Gibson, Mark Wahlberg, John Lithgow y Will Ferrell. Los dos más veteranos de ese cuarteto se sumaban a la secuela, como padre de cada uno de quienes están a su derecha en la oración precedente. No fui al cine a verla, pero la vi meses después del estreno en VOD. Un modo ideal para el siguiente tipo de visión, sí, parcial, fragmentada.

Guerra de papás 2 es algo así como una constatación de unos cuantos fracasos y también de ciertas posibilidades de la comedia del ya avanzado primer cuarto del siglo XXI. Las fórmulas siguen demasiado vivas, y permanece la idea de que “hay que decir” algo de manera explícita sobre el tema en cuestión (divorcio, crianza, acuerdos) de manera bien clara, o malamente clara, y varias veces, por si no quedó -mal o bondadosamente- claro el asunto. Y música que para qué, y refuerzos diversos que para qué; si hasta sería mejor acortar unos minutos, que no vamos a vivir para siempre y quedan comedias por explorar. Entre todo eso, chispazos diversos, de los buenos, resultados felices de esas químicas que se disparan en las miradas de actores que se están divirtiendo, que supieron -todos ellos- estar en mejores manos, o incluso dirigir (el propio Mel Gibson, uno de los grandes en -escasa- actividad).

Y de repente, una secuencia inolvidable, para ver a repetición, incluso para fragmentarla en las repeticiones, y ahí el VOD es recomendable; aunque, sí, ver el fragmento en cuestión en cine debe necesariamente recompensar la molestia con dosis extra de intensidad. Estamos frente a una secuencia digna del cine de Jerry Lewis, o de la inventiva de Aardman en plastilina. Brad -Ferrell, en un rol que aprovecha su cuerpo XL y su capacidad de agudos vocales- está haciendo con la nieve eso que se hace en los lugares en donde nieva mucho: medio que la “procesa”. Pero la terminología, más allá del agujero semántico del que soy víctima, no me importa demasiado, no me lleva a Google. En ese momento tampoco importa tanto la “psicología” de los personajes; sí sí, todos van a terminar “entendiendo” algo. Lo que importa es que esa máquina de sarasear la nieve chupa y “procesa” las luces navideñas que están enganchadas entre sí y enroscadas en cuanto adorno, columna, árbol, techo o elemento con destino de catástrofe y de contagio de catástrofe hacia el elemento cercano exista en la escena (exterior, noche, frío, personajes principales reaccionando ante el accidente infernal cada uno según su personalidad). Decir que esa secuencia justifica toda una película quizás sea exagerado y hasta demodé, porque la manera ideal de ver este fragmento quizás no sea ir al cine a verla una sola vez rodeada de algo demasiado normalizado. La mejor manera quizás sea la de verla una y otra vez, y asombrarse de todo lo que puede ser la comedia cuando las tradiciones se entienden, se absorben, se aplican y se hacen con timing y generosidad: no es una secuencia larga, es más bien una gran inversión de talento diverso en pocos segundos absolutamente excelsos. Y luego de eso, del ahogo de risa feliz una y otra vez -a repetición, en la repetición-, tal vez ni sea necesario terminar de ver una película en la que todos los personajes, seguramente, terminarán aprendiendo algo.