Después de diecisiete años y medio, volví a ver La familia de mi novia (Meet the Parents). Y hace siete años y medio había escrito acá mismo sobre la segunda secuela; es decir, la tercera película con los mismos personajes basales. Aquí el texto, petulante y agresivo desde el título ( link aquí ). La tercera parte, efectivamente, era uno de esos desastres probablemente fruto de esa combinación desesperante -y jamás desesperada- de holgazanería y cinismo. No me arrepiento de ese desamor -odio- por Little Fockers, pero -ahora sí- de una parte de ese texto, en la que afirmaba que “si bien las dos películas anteriores de esta serie, La familia de mi novia (Meet the Parents, 2000) y Los Fockers: la familia de mi esposo (Meet the Fockers, 2004) nunca estuvieron entre lo mejor del cine de o con Ben Stiller (Zoolander, Tropic Thunder y Mi novia Polly, por ejemplo, son mucho mejores), eran comedias más o menos armadas, profesionalmente realizadas, con cierta dignidad industrial”.

Y me arrepiento de ese intento de desdén veloz. En primer lugar porque con él había traicionado mi propio recuerdo del encuentro con la película, en un cine viejo de un pueblo sin grandes pretensiones de la costa uruguaya: el recuerdo de mis propias risas, y en el recuerdo de risas se debería confiar más. Pero no es de ese recuerdo del que quiero escribir sino de la revisión de la película. Era para un rato y terminó siendo hasta el final: la película fluye con gracia constante y narrativa clarísima, con fuerza, con músculos. Es, era -siempre lo fue- un relato con definición prístina de personajes: suegro De Niro y yerno Ben Stiller (Jack Byrnes y Greg Focker) interactúan de forma desesperante para sus personalidades y con una eficacia hoy en día lamentablemente inusual para la comedia de esta escala, si es que existe. Esa eficacia tiene varios ángulos y sostenes: uno es la sensación de tensa incomodidad constante y creciente que provoca cada interacción, y que apunta al corazón del absurdo de la idea de “comedia familiar”. La familia de mi novia no es una comedia romántica -la pareja no pasa por crisis alguna, salvo al final en un planteo artificial y displicente y resuelto con igual displicencia- sino un relato sobre imposibilidades que las costumbres quieren convertir en probabilidades. Otro aspecto sobresaliente en el que se potencia la eficacia del movimiento de esta película es en los personajes secundarios, en especial gracias a Owen Wilson en modo expansivo como ex novio cheto-yuppie-místico y a Blythe Danner como la suegra, con la exactitud de la sutileza de quien se sabe ubicar entre dinámicas explosivas alrededor. Y, sobre todo, para la eficacia hay algunos mecanismos muy notables, que hoy en día hasta pueden verse como lujos lejanos (bueno, lo son, la película se acerca a cumplir dos décadas): la escasez de música y la ausencia de regodeo y de estiramiento de los grandes momentos cómicos -que, vistos a la distancia, quizás hayan sido grandes por eso mismo- es sorprendente y nos enfrenta una vez más a la realidad de la comedia menguante y a la vez con hipertrofia de grasa de estos tiempos. Tanto el gag de la urna con cenizas como el del pelotazo tienen una brevedad impactante, que produce una reverberación cómica que aporta aún más energía a una película que obtiene recursos y riquezas de una suerte de sobriedad y trazos definidos que quizás uno no recordaba tan claramente porque no eran tan inusuales allá lejos y hace tiempo, cuando las comedias tenían bíceps.