En la columna anterior hablaba -otra vez- de ver películas en los aviones. Y hoy seguimos volando. Para algunos, la comedia es el santo grial, el género que buscamos denodadamente, con ansias de encontrar aquella que redima todo intento vano. Y le damos muchas oportunidades porque es el género más difícil de hacer, ¿o no? Y el que más nos recompensa cuando conecta con nosotros. Y es un género muy honesto, que en pocos minutos nos revela si va a funcionar o no o, mejor dicho, si nos va a funcionar o no. El humor y su llegada soplan donde quieren, o donde pueden. Borat, por ejemplo, no puede conmigo, o yo no puedo con Borat y otras películas con Sacha Baron Cohen como protagonista. Pero puedo con y quiero ver a Will Ferrell. Pero para llegar a Ferrell pasemos, porque hubo que pasar, por otras comedias.

Un afiche de comedia con Zach Galifianakis y Jon Hamm (que es, claro, casi tan gran comediante como Galifianakis, y si no lo creen busquenlo en Saturday Night Live) es tentador, aunque tenga el agregado de armas, porque Espiando a los vecinos (Keeping Up with the Joneses) es “comedia de espías”, una de esas mezclas de no tan sencilla resolución. Las coprotagonistas Isla Fisher y Gal Gadot son entusiastas y enérgicas y la película tiene algunos logros en cuanto a la eficacia de chistes no oxidados, casi todos en función de la construcción clara de los personajes, sobre todo el de Galifianakis, que se encarga de Recursos humanos en una empresa. Construir humor a partir de un personaje bien definido pero no cuadrado es una receta noble y clásica que se usa menos de lo deseable. La narrativa de humor y acción es difícil de amalgamar, aunque hay una persecución motorizada que cumple con creces, y sobra música y algún énfasis, pero hay una fluidez al menos modesta. Recién al terminar la película vi el nombre del director, uno que apuntaba a ser de los mejores: Greg Mottola, el de Adventureland y Superbad, nada menos. Espiando a los vecinos, a juzgar por su final, quizás se soñó como un intento de empezar una franquicia. Pero fue un fracaso, y tuvo malas críticas, y no circuló demasiado. Como comedia de espías es un poco mejor que el promedio de comedias con acción y tiros, pero como película de Greg Mottola es un poco frustrante. Sin embargo, ante los dos intentos siguientes con comedias la valoré bastante más, hasta llegué a añorar sus mecanismos no tan automáticos.

Después le di play a Sexy por accidente (I Feel Pretty), con Amy Schumer, la supuesta sensación cómica que en cine no logra casi nunca logra escaparse de las formas más vetustas. Al principio de Sexy por accidente hay un chiste de “humillación pública por sobrepeso” que es de lo peor, en términos de construcción, lógica, puesta en escena, previsibilidad y otros aspectos como la dignidad del personaje y de la comedia en general. Una cretinada carente de todo efecto cómico. Es muy difícil levantar ese principio y la película ni se preocupa por hacerlo. A ver otra, rápidamente, que para eso la oferta es grande.

Melissa McCarthy, a diferencia de Schumer, es una comediante que ha probado varias veces su capacidad en diferentes desafíos de la comedia: sabe moverse de manera torpe sin ser torpe para hacerlo, sabe putear como pocas otras actrices, sabe pegar con el peso de la tradición slapstick y tiene una aceleración energética muy veloz. Pero esas capacidades se oxidan si hay un corset imposible, como en El alma de la fiesta (Life of the Party), un compendio de gestos enfatizados y chistes que se ven venir a enorme distancia, todo empantanado en los más crasos clichés del cine americano que transcurre en universidades. Adiós, aquí no hay fiesta y, peor aún, tampoco alma.

Y uno, pertinaz, deseoso, anhelante, sigue buscando comedias, y a veces ocurre el milagro. Y así apareció The House (2017), de Andrew Jay Cohen y con Will Ferrell y Amy Poehler y más comediantes encendidos. O mejor dicho incendiarios, en un tono tan extremo como efectivo, en una de esas comedias salvajes que -milagro de milagros- sorprende con la ubicación de los remates, con el inicio de los chistes, con la ferocidad que se permite, con el absurdo al que se eleva, con la capacidad de contar el sueño americano de una manera deforme y contemporánea, que se olvida de la exposición de temas y conflictos en modo televisivo y hace verdadero cine, ese que dan ganas de ver en una pantalla grande que se sume a las risas que salían de mi fila. Claro, la película no se estrenó en cines en Argentina (ni casi en ningún lado) y fue destrozada por la crítica, o al menos eso indica Metascore. No pienso leer esos rechazos, o quizás sí y les cuente sobre ellos -o los discuta- en dos semanas, entre otros motivos porque quiero empezar a entender qué pasa con las comedias cinematográficas en estos tiempos en los que parecen estar en peligro de extinción, o al menos con una tremenda lejanía con el público, ese que si las encuentra y se conecta con ellas puede responderles de la mejor manera: con risas fuertes, agradecidas, felices, con ganas de más.