Cuando uno ve a Bradley Cooper en La mula de Clint Eastwood no solamente observa escenas bien construidas, con la inmensa capacidad del veterano director para dotar de fluidez, gracia y grandeza sin alardes cada situación. También se hace muy evidente la comodidad actoral -y también de moral cinematográfica- de ambos al estar juntos, algo que va más allá del relato y que a la vez lo enriquece.

Cooper, que ya había actuado dirigido por Eastwood en Francotirador, ha tenido desde The Hangover (2009) una carrera actoral que en una revisión veloz resalta como una de las mejores entre sus pares de los últimos diez años. Casi sin que nos diéramos cuenta Cooper se convirtió en un actor tan certero como versátil -es notoria la variedad de géneros en los que ha trabajado-, en uno de esos que ya no abundan, de esos de estirpe clásica, de esos que pueden llamarse “confiables” también porque transmiten una comunión, una conexión con las tradiciones del cine. Y Cooper, finalmente, se transformó también en director. El actor que se anima a más, otra de esas felices tradiciones del cine americano con tantos ejemplos notorios, empezando por el propio Eastwood y siguiendo por Kevin Costner, Mel Gibson, Ben Affleck, Jason Bateman, Jonah Hill y otros.

La primera película de Bradley Cooper como director ha sido Nace una estrella, que se estrenó el año pasado y que recién vi hace unos pocos días; me la perdí en las salas y lo lamento mucho. Es una de esas películas refulgentes, sorprendentes, de las que modifican la evaluación del cine del presente. Esta Nace una estrella es la cuarta de la historia del cine (las otras fueron en 1937, 1954 y 1976), con lo cual Cooper se asume de entrada como alguien que reconoce una -otra- tradición. De esa tradición, además, Cooper elige influencias con decisión y seguridad, se vuelve permeable y las aprende, las hace propias y luego las pone en práctica pero nunca de modo crasamente referencial: no hay aquí una compilación de citas y guiños perfumados de naftalina ni hechos para exhibicionismos. Lejos de eso, Cooper se ubica en la senda de la narrativa económica, depurada y eficaz de Eastwood, sabe hacer personajes cassavetianos -una de las influencias más complicadas de procesar-, sabe actuar con el encanto curtido y múltiple de Jeff Bridges, y hasta sabe cantar. Y hace una historia de amor de esas que nacen para no morir, para no ponerse en duda nunca, de esas que nacen en la primera conexión (que no siempre es necesariamente la primera mirada, por más fundamental que esta sea). Si hasta pareciera que entre Cooper y Lady Gaga podrían revitalizar por sí solos las emociones fuertes en el cine, la química y el carisma, y hasta recuperar la idea de estrella clásica. Meses después del estreno lo volvieron a demostrar en esa performance juntos en los Oscars, en uno de los mejores momentos en la historia de esa ceremonia y uno de los escasísimos que han escapado a la medianía anestesiada contemporánea, esa búsqueda infructuosa pero insistente de aburrir con consignas y dejar el cine de lado para intentar conformar cada reclamo de las usinas de la corrección política.

Nace una estrella cuenta otra vez -otra tradición- otra historia del espectáculo (como Los Muppets de 2011, otra gran película), ascensos y caídas, abismos, potencias e imposibilidades. Los personajes secundarios no solamente tienen gracia -los choferes paternales y cassavetianos, la troupe del bar, el del férreo Sam Elliott- sino que además son de estirpe fordiana, con esa capacidad de brillar, de tener relieve, que probablemente provenga en buena medida de la seguridad de saberse en buenas manos. Siempre podremos confiar en el cine de John Ford, y ya podemos confiar en el cine de Bradley Cooper. Nace, o más bien se agiganta, una estrella.