Hace unos años, Donald Trump publicó unos cuantos tuits contra las bebidas “diet”, “light” y de esas por el estilo. Se preguntaba con malicia si entre quienes tomaban esos productos había gente flaca, y afirmaba que tomar esos brebajes sin azúcar daba hambre. Hace más años, creo, leí una nota que relacionaba el consumo de bebidas con edulcorantes con el intenso deseo ulterior de comer azúcar; el estudio que citaba el artículo se basaba en un razonamiento asombrosamente sencillo: al tomar una bebida light, el paladar y el cerebro perciben dulzura, pero el estómago no recibe azúcar. Así que poco tiempo más tarde el estómago y todo el resto del cuerpo reclamaban lo suyo, acicateados, provocados: reclamaban lo que se les había prometido, y ahí iba el humano bajo la influencia a ingerir calorías con avidez, a buscar esa energía. Me parecía totalmente lógico.
Antes de empezar a escribir esta columna busqué esos tuits de Trump y encontré algo que no sabía, algo que me sorprendió: ahora el señor Trump es algo así como un adicto a la Diet Coke y toma doce latas por día del brebaje en cuestión. Un triste presente, y no solamente triste; es, además, revelador: había algún destello de verdad y quizás hasta de temor en los tuits del hoy presidente de Estados Unidos contra esas bebidas. Argentina es un país con gran consumo de edulcorantes y de bebidas endulzadas, entre los primeros del mundo. Y ya sabemos que cuando uno pide un café en Argentina te preguntan si lo querés con azúcar o edulcorante, y cuando les decís que “con nada” hasta cuesta que te crean.
Endulzar todo, y más y más, para que todo sea cada vez más incomible, más imbebible. Cada vez con mayor frecuencia se viene dando este fenómeno: en reuniones sociales o laborales la categoría de “gaseosas” se reduce a “gaseosas con edulcorante”. Yo, si voy a tomar gaseosas, las quiero con azúcar. O incluso puedo querer bebidas sin azúcar. Pero, seguro, no con edulcorante. Ni de este ni del otro. Uno me resulta horrible, el otro asqueroso, y aquel repugnante. Para alguna gente, por problemas de salud, los edulcorantes son la llave para poder comer algo dulce, o “algo dulce”. Pero todos sabemos que el grueso del consumo de edulcorantes es debido a un público más amplio. Y su consumo suele provenir del acostumbramiento: es un gusto adquirido, incluso adictivo. Y dado que supuestamente es “gratis en calorías” vamos por más y más, a pedir más y más dulzor, gracias a eso dulce y aparentemente sin consecuencias. Los ejemplos de que esto no es así sobran, y -hablando en general- los números de salud nutricional no son mejores hoy que antes de la proliferación de los edulcorantes. Claro que hay una multiplicidad de causas y combinaciones, pero yo sigo eligiendo desconfiar de los edulcorantes, y me sigue pareciendo que contribuyen a aturdir los paladares. Y parece ser que cada vez está más claro que si se reemplaza el azúcar por edulcorantes a la larga se consume… ¡más azúcar! Para comer menos azúcar lo mejor es obvio: comer menos azúcar, pero no reemplazar la intensidad del dulzor por falsos azúcares.
En estas últimas semanas, tanto en Argentina como en España y vaya a saber uno en cuántos lugares más, se ha vuelto una misión imposible conseguir gaseosas -salvo las “colas” o alguna agua tónica- que vengan libres de edulcorantes. Las de limón, las de pomelo, las de naranja… y no hablo de las “light” sino de las supuestamente “regulares” que ahora anuncian que vienen “con menos azúcar”. Eso, sin embargo, no significa menor dulzor sino mayor y peor. En el mundo occidental actual es muy lógico que se intente bajar el consumo de azúcar, pero no parece ser la mejor idea bajar un poco el azúcar pero no el grado de dulzor, y para sostener eso sumar edulcorante al azúcar (y por mis experiencias casi nadie en los bares o restaurantes sabe de esta novedad, así que hay que revisar etiqueta por etiqueta). Este nuevo atentado al paladar es una barrabasada en toda regla, y esto más allá del sabor horrible de los edulcorantes: el acostumbramiento a lo ultra dulce después nos hará buscar más y más azúcar. Las galletitas antes tenían menos azúcar, por ejemplo las Melba, ¿recuerdan? Después el paladar se puso más adicto a la intensidad del dulce o a la de los disfraces endulzados y luego -no es difícil establecer una relación causal- a la intensidad de los saborizantes; hace un par de años un médico me decía que el alimento modélico de estos tiempos eran los Doritos, y no lo decía a favor de los Doritos ni de “estos tiempos”.
En Argentina, además, tenemos la desgracia del éxito de las “aguas saborizadas”, que vienen con un montón de azúcar y/o con un montón de edulcorante, y no les importa demasiado pensar en que la manera más lógica de saborizar un agua de supuesto sabor a fruta es ¡con más fruta y con menos de otras cosas! Y se puede, y es rico, y puede industrializarse. Y tiene algunas calorías, porque las frutas tienen calorías, pero no se le agregan otros azúcares o edulcorantes. Y además ya existe, por ejemplo en Portugal, y se llama Luso Fruta. Busquen y difundan si están de acuerdo, aunque siento que cada vez estoy más y más rodeado de gente rendida ante los endulzantes de sabores oprobiosos. Y para terminar, ya que todo el mundo reclama etiquetas diversas, quiero unas bien visibles que indiquen si gaseosas, gelatinas, yogures y un largo etcétera de productos han sido arruinados por esos edulcorantes que tanto les gustan a todos ustedes. Y no, no pienso probar la nueva zero con brillos fulminantes, ni la nueva diet bombástica, ni la flamante light recopada aunque me juren y perjuren que “es riquísima”. Cuando quiero algo dulce prefiero abrir al medio una Vauquita y rellenarla con dulce de leche y, al menos para mí, el líquido sin calorías se llama normalmente agua, o soda. Y ahora temo que se les ocurra edulcorar las burbujas.