Conozco a Quintín personalmente desde hace más de veinte años, y lo leo desde hace casi treinta. En ambos aspectos esta relación ha tenido cercanías, lejanías y frecuencias oscilantes. Pero en todo este tiempo siempre supe que leerlo había sido un hito fundamental, fundacional, reverberante y estimulante para mis acercamientos al cine y a la crítica. El año pasado me habían adelantado que su libro La vuelta al cine en cuarenta días (Paidós, 2019) era algo así como imperdible. Y ahora que lo leí puedo decir que lo es, especialmente para todos aquellos que desde las lecturas sobre cine y otros temas nos acercamos a las películas y luego nos disponemos a leer sobre esas y sobre otras películas, con la secreta -o no tan secreta- ilusión de encontrarnos con esas iluminaciones que nos hagan cerrar repentinamente un libro con alguna expresión hiperbólica de celebración, algún exabrupto que dé cuenta de cuánto nos gustó, sorprendió y gratificó lo que acabamos de leer.
Este libro libre de Quintín, este diario al que no hay que llamar cinéfilo sino crítico, tiene muchos de esos momentos que nos harán ver las películas, en general otras películas, o las comidas y las bebidas, otras, con una nueva -otra- mirada. Y decir iluminación no necesariamente debe ser entendido como un camino hacia “explicaciones” o “certezas interpretativas”. Las iluminaciones pueden, en sus mejores versiones, hacer más seductores algunos misterios. Da la sensación de que los mejores cineastas para Quintín son aquellos que se resisten a ser revelados. El arte de John Ford o el de Clint Eastwood es tan evidente y aparentemente límpido como fascinante para escribir y escribir y -afortunadamente- profundizar su misterio, su espíritu, su personalidad. Por el contrario, Quintín logra desarmar y describir el cine de Almodóvar de hoy, descubrir sus cáscaras, sus capas de maquillaje, que ya no de disfraz.
Las citas que siguen son apenas una muestra, una pequeña selección de esas iluminaciones:
“Es una costumbre reírse del título que tuvo Más corazón que odio en la Argentina, supremo spoiler que se concreta justamente en ese momento en el que el cowboy que odia a los indios acepta a su sobrina, la cautiva que ahora es parte de la tribu. El título explica la película y explica todas las películas, en particular Endgame, donde toda la parafernalia de efectos y peleas, cuya función aparente es subir la adrenalina del espectador, es en realidad un señuelo para que no se note que el verdadero centro está compuesto por los momentos de reposo, de conciliación, de ternura entre los personajes. Claro que con esos héroes de cómic, que son muchas veces una caricatura de sí mismos, es más difícil lograr que sus afectos pasen por genuinos. Por eso necesitan de grandes respiros bajo la forma de acción continuada. Y de grandes actores que hagan valer los momentos en los que aflora la emoción.” En esa primera y tardía aproximación al universo Marvel, Quintín anota una idea crucial: en un momento en el que la marca de la franquicia vale mucho más que el star system (si es que este existe hoy en día), se necesita de esos actores que saben actuar. Pocos críticos han tenido esta intuición -u otras de orden personal o singular, en un ambiente cada vez más tendiente al automatismo- aún habiendo visto todas las de superhéroes.
En la entrada final del libro, Quintín se refiere al color de French Can Can de Renoir y al final de Jinetes del espacio de Clint Eastwood con “Fly Me to the Moon” en versión Sinatra-Basie y dice: “Lo que considero el mejor color no tiene que ver con la destreza de un fotógrafo en un contexto cualquiera, sino el modo de condensar el placer de una película en un detalle. Lo mismo con lo de ‘Fly Me to the Moon’: es la culminación y la síntesis perfecta de una gran película que, en el recuerdo, se condensa en ese momento. Una película mala no podría tener un detalle así en mi recuerdo, porque una película mala es la que me deja afuera, la que me irrita, me fastidia y de ella no puedo pensar en ningún rubro técnico ni en ningún momento como memorable. Por eso es que las películas no son la suma de sus partes. Más bien son lo contrario: un todo que las engloba y hasta las excede.” También son así los libros, o los libros de algunos críticos que son autores, que no renuncian a su personalidad porque saben que allí se juegan su mirada y su escritura que, claro, son inseparables.