Es extraño constatar una y otra vez que ante la cada vez mayor oferta de películas, series y demás producciones comparables, y la mayor facilidad para acceder a ellas, la concentración de la mayoría del público en un puñado de títulos se intensifica. Unos pocos títulos dominantes acaparan cada vez mayores porcentajes del público y también de la atención de los medios, de las redes y de los entramados que sean. Además, a este fenómeno se suma otro: el de la ansiedad por ver eso que “hay que ver” lo más pronto posible para entrar en la conversación, que muchas veces no es tal cosa sino apenas una maraña de pulgares para arriba o pulgares para abajo.

Hay, claro, quienes buscan más allá de la vidriera promocionada. Esa búsqueda puede ser sencilla y fructífera si se tienen algunos elementos, algunas herramientas para hacerla, unos saberes que tienden a perderse, a no difundirse con pasión o con capacidad de seducción. Es una lástima, porque es muy reconfortante saber cómo encontrar lo que a uno le gusta, o le puede gustar, o incluso aquello que no sabía que era de su gusto. Y más aún: hasta aquello que a uno no le gusta pero que es de algún modo estimulante o importante en algún sentido: por ejemplo las malas películas clave, como decía Pauline Kael. Y también otras, esas películas clave para que uno forme su personalidad como espectador al estar en contra, sin necesidad de que se las considere “malas”. Películas cuyo rechazo desde una mirada personal es un paso fundamental para formar nuestra mirada sobre el cine y el mundo. La mirada personal es clave: del encuentro de ella y una película puede nacer algo incluso enriquecedor. Enfrentarse a la mirada del otro puede serlo. Pero claro, tiene que existir esa mirada.

Hace un cuarto de siglo, incluso hace unos diez años, había más de estas miradas, y algunas daban forma a esos textos que solíamos denominar crítica de cine. Algunos de esos textos no se escribían corriendo para ser los primeros en publicarse, las prioridades solían ser otras. Al leer a los mejores exponentes de la crítica uno podía sentirse recompensado por alguna idea que no había tenido sobre una película, o por alguna observación interpretativa, o incluso y sobre todo por la propia estética del texto, por su forma, por su manera de pensar la escritura. En algún momento estaba bastante extendida la idea de que abundar en el detalle del argumento de una película era innecesario y hasta molesto y tedioso, algo que podía debilitar los textos (hay algunos ejemplos de críticas magníficas que se basan en retorcer la idea de contar el argumento, pero justamente se basan en tomar distancia de la mera exposición de peripecias). En estos últimos tiempos hay cada vez más textos que detallan extensamente “de qué va” una película, e incluso que usan terminología como “de qué va” o “peli” sin comillas. Se leen, o se pasan de largo, párrafos y párrafos con los argumentos con un detallismo tedioso y se escatima la mirada, la personalidad del texto. Y hay otro fenómeno que se da en paralelo, o tal vez se derive de esta tendencia “argumental”: casi todo lo que viene con un sello de “valoración previa” suele encontrar, en algo así como un rebote automático o un eco efímero, una valoración similar. De todos modos, hasta podría aceptarse que todas las películas son buenas para todos, que nadie dice que una película es mala: lo que es más desolador es que a todos les gusten todas las películas “buenas”, que la disidencia esté en retirada, que cueste encontrar miradas orgullosas de ser personales. Y hay algo aún más inquietante: esta tendencia se está dando más en los textos sobre películas exhibidas en los festivales de cine que sobre los estrenos de cada jueves.