Vas a llamar por teléfono y antes de comunicarte con quién corno querés hablar la empresa de teléfonos te dice, intempestivamente, “quedate en casa”. Da ganas de contestarle “¿quién te pidió consejo a vos?” o “metete el consejo en algún lado”. En realidad, ni siquiera es un consejo, casi que desde el teléfono sale emitida una orden desde una máquina. A algunos les encanta esto del control, esto del consejo, esto del paternalismo que nadie solicitó, y hasta ponen hashtags de “quedate en casa”. Muzzarella, nabolín periodista y nabolín teléfono, que no les pregunté nada, y menos que menos aguanto que me hablen en imperativo gentes y máquinas sin autoridad alguna, que ni siquiera son funcionarios. Zapatero, a tus zapatos, que bastante mal te están saliendo.
Dicho esto, hace dos días se cumplió un año de la muerte de Doris Day, que vivió hasta los noventa y siete años. Bien por ella, que cada día me cae mejor. Bien por ella por haber vivido casi un siglo; lo de la muerte, dicen, o por lo menos yo tenía entendido, le pasa a todos los humanos en algún momento. A algunos más pronto, a otros demasiado pronto, a otros después de lo que creían. Parcialmente sobre el momento de la muerte gira No me mandes flores, comedia con Doris Day y Rock Hudson que tenemos acá, en Qubit, (link aquí), y es de 1964 y fue dirigida por Norman Jewison (Hechizo de luna, En el calor de la noche y muchas más que lo hacen merecedor de mayor prestigio que el que tiene entre la cinefilia).
No me mandes flores presenta -con imaginación, colores, ideas visuales- a George (Hudson) que es un hipocondríaco dedicado, intenso, miedoso, aterrado ante las enfermedades porque en realidad está fascinado ante ellas. Y se confunde -porque está muy predispuesto a confundirse en ese sentido- y contra toda evidencia cree que se va a morir en poco tiempo. Y no, la comedia no se arma desde ese plot point. No, hacedores de “películas” que son pura fórmula y formato televisivo, en la comedia romántica cinematográfica las cosas -las cosas son el humor y el amor, por sobre todo- se arman desde el principio. Y No me mandes flores lo sabe desde cada situación encadenada y cada secuencia va acrecentando su coeficiente de humor -como la de la llegada inicial de la tribu de repartidores a domicilio- y explota y es coronada con movimientos precisos, con escenografías y con vestuarios que trabajan de modo coreográfico con los actores, todos en ese estado de gracia que dan los recursos, el guión escrito con ganas y talento y, además, con la confianza en un arte hecho con confianza, producido en un momento de confianza del sistema. Autos, electrodomésticos, productos diversos, opulencia y no de clase alta, brillos de clase profesional que gana dinero y tiene planes placenteros -aunque sean mínimos- para el futuro. Ese espejismo -a su modo muy concreto- del capitalismo de las potencias en los cincuenta y sesenta, filmado a todo vapor, a toda electricidad, a toda nafta. Y que era vivido con tanta fuerza que obviamente la gente y el propio sistema tenían los anticuerpos encendidos: y uno de esos anticuerpos -uno central, vigorizante, generador de inteligencia- fue siempre la capacidad de reírse de las estupideces, de las falsas alarmas, y así, con sentido del humor, apostar a la vitalidad y dejar de tener miedo, ese terror paralizante alimentado a letanías dichas sin pensar, sin reflexionar, achatar ese miedo -choto- que se transforma el pánico. No me mandes flores, y no me digas qué tengo que hacer más allá de la función que te toca. Y mirate una comedia, teléfono con ínfulas, periodista inflamado, habitante medio hipocondríaco que no va al médico por ser demasiado hipocondríaco. O no miren nada y escuchen a Pappo en “Pantalla del mundo nuevo” de Riff. O hagan lo que se les cante. O canten como Doris Day… “que será, será… whatever will be will be”.