¿Hasta dónde, en tiempos de pandemia, es realmente conveniente festejar? ¿Se celebra un gol como el de Argentina a Brasil, con barbijo y sin abrazo? ¿Se paladea el triunfo brincando solo en el living frente a la tele? ¿Se acomete la osadía de salir al Obelisco pero sin bajar del auto? 

Qué le vamos a hacer: la euforia es ingobernable. El día de la victoria Argentina, en mi pueblo de Lobos, la plaza principal se llenó de hinchas. En las fotos del evento, no había hueco alguno en la multitud. Ni tampoco, menos aún, barbijos. Corría, claro, el alcohol. Y los abrazos. Y, por así decirlo, fue un encuentro con muchas gotículas saltando de boca en boca. 

Si el coronavirus tuviera un intelecto hecho y derecho, y no fuera simplemente un micro organismo destinado a quitarnos de la faz de la tierra –con mucha razón, desde luego-, encontraría innumerables razones para aplaudir los festejos. Así como el ser humano encuentra en la conquista amorosa un sinfín de endorfinas que lo remueven por dentro y lo alientan a acometer cualquier clase de idiotez extática. Del mismo modo, creemos, el corona irradia placeres indescriptibles cada vez que encuentra, gozosa y entregada, una multitud en pleno jolgorio. 

Porque el jolgorio tiene algo de tontería, de inconciencia, que suscita una reacción química indomable junto a otros tontos inconscientes. Y es así como los virus se divierten con nosotros. Festejan nuestro festejo. Es, para ellos, lujurioso, orgiástico. Todos esos pulmones henchidos de dicha futbolera, abiertos a la intromisión de algo minúsculo, discreto y mortal. Un placer.

Y sí: a festejar. Celebremos ahora: la copa América, el maracanazo, a Lio y la gloria divina del Diego. Celebremos juntos, apretados, gotícula con gotícula. Celebremos hasta que se acabe el mundo. Y eso será en breve. Y ese día celebrarán los virus, estrechando filamentos o lo que sea que estrechen los virus en su infinito apogeo, y tal vez, sólo tal vez, haya un micro recontra micro organismo agazapado, esperando la oportunidad lujuriosa y orgiástica de borrarlos, también a ellos, de la faz de la tierra.