Jugar una final de la Copa del Mundo es el máximo sueño de un futbolista. Ganarla o no es otro asunto, porque en el deporte hay que aprender también a ser feliz con un subcampeonato. Por eso ahora, es el momento de gritar muy fuerte que la misión y los sueños están cumplidos.
Dejar de lado a los múltiples periodistas que se han creído que esto se trataba de una locura de vida, o de patria, o de nacionalismos estúpidos, y que se dedicaron todo este mes a gritar antes que a informar, a pensar que eran graciosos desde Qatar antes de disfrutar la posibilidad de hacer las notas más interesantes de un Mundial.
Poner a un costado a los relatores de fútbol inmersos en su propia incapacidad para salir de los mismos latiguillos y muletillas que repitieron en cada partido de la Argentina como si fuese una maldita cábala que nosotros, los espectadores, los que pagamos por un servicio informativo (y encima altísimos precios por culpa de empresas privadas y de la Corte Suprema) debemos soportar. TyC Sports, por ejemplo, que al menos tuvo en la sapiencia y serenidad de Ariel Senosiain, la gran excepción que confirmaba la regla.
Es el momento de sacarse de encima a la vieja generación de periodistas que educadas en los modelos Muñoz-Macaya-Niembro tanto daño le hicieron a la profesión y dejar que la frescura de comentaristas y relatoras mujeres ( no todas) le agreguen alguito de esperanza a la forma de encarar con la voz y con la inteligencia los minutos que se pasan ante una pantalla o ante un micrófono.
Una final es un partido, y punto, Sea para que un pueblo se divierta y festeje , sea para un pueblo saboree el llanto de un capitán argentino que miró la Copa desde unos metros de distancia.
Nosotros sabemos bien de qué se trata. Nos tocó cubrir la llegada de dos seleccionados al aeropuerto de Ezeiza después de una final de Copa. La de 1986, con Diego y los suyos campeones. Y la de Italia 90, con Diego y los suyos subcampeones.
Y podemos asegurar que en la segunda recepción hubo más gente que en la primera. Pero no sólo eso. En la segunda hubo más emoción también, más lágrimas, más agradecimiento.
Y finalmente, poner en modo rechazo a tantos y tantos amargados que parecían desear que la Argentina fracase sólo por el hecho de no presenciar un mes de sonrisas que permitan cruzar mejor estos últimos meses adversos que tanto especulador y ambicioso ha querido para un pueblo trabajador, dándole frenéticamente a la máquina de subir los precios. Nunca entendieron esto de la pasión popular y los sentimientos, que están por encima de los sufrimientos económicos, de los que los pobres son los menos responsables.
Hoy la Argentina es feliz. Y nadie nos quitará lo bailado.