Una de las frases más repetidas por los periodistas deportivos argentinos a horas de un Mundial de Fútbol ha sido  la siguiente: “no hay que mezclar el fútbol con la política”.

Todo ello a raíz de la acertadísima decisión de los jugadores de no viajar a Jerusalén para un amistoso que  de amistoso no tenía nada. Ya bastante se ha escrito, y no hace falta abundar, sobre la maniobra política que quiso arrastrar a la Selección a convalidar el deseo israelí de “aprobar” a Jerusalén como su capital desconociendo el reclamo del pueblo palestino.

Habitantes de un mundo irreal, estos periodistas con tono rígido, y que suele mutar de acuerdo a los patrones que los cobijan, mantienen la ideología conservadora que pretende espantar a los deportistas de la opinión o la actitud política. Fue entonces que se enojaron con los jugadores, con los dirigentes, y apelaron al término más fácil: hablaban de papelón.

El deporte como campo de las diversas batallas políticas de la humanidad es algo tan viejo como el deporte mismo.  Es que no existe actividad planetaria que se pueda escindir de la política.

En general quienes pretenden esta censura sobre palabras y hechos se basan en paleolíticas reglamentaciones de algunas instituciones deportivas que prohiben las manifestaciones políticas de los deportistas, creyendo que los ámbitos deportivos son paraísos en la tierra donde las multitudes y los deportistas dejan de lado su vida cotidiana por quince días, un mes o una semana, o el tiempo que dura la competición.

Semejante ridiculez no ahuyenta a los deportistas, mayoritariamente progresistas, que a lo largo de Juegos Olímpicos, Mundiales, competencias atléticas o los eventos más diversos, tuvieron y tienen claro que hemos nacido rodeados de males, pero que en general aspiramos a que los males de esta sociedad algún día sean menos que los del principio.

Equivocados o no, los deportistas que toman decisiones políticas en general apuntan hacia el fin de una injusticia.

Allí están como una antorcha de la dignidad, los ejemplos de aquel 16 de octubre de 1968 en los Juegos Olímpicos de México,  cuando los atletas estadounidenses Tommie Smith (ganador de los 200 metros )y John Carlos, tercero en la misma prueba, recibieron sus medallas, con guantes negros, representando el reclamo por la discriminación a los negros en su país. Smith además llevaba un pañuelo negro alrededor de su cuello para representar el orgullo negro. Carlos declaraba esa noche que se solidarizaba con los obreros negros de los Estados Unidos y Smith les enseñaba política a los periodistas deportivos de entonces que le censuraban su actitud por violar los sagrados reglamentosolímpico: "Si gano, soy americano, no afroamericano. Pero si hago algo malo, entonces se dice que soy un negro. Somos negros y estamos orgullosos de serlo. La América negra entenderá lo que hicimos hoy".

Si el Mundial de Rusia que ya está sobre nosotros se convierte en un canal de libertad para alguna manifestación de protesta, bienvenido sea. Al diablo con las prohibiciones de la FIFA, el Comité Olímpico y cuanto falso neutro exista en este mundo. Incluyendo los sobrios periodistas de cartón que anhelan una neutralidad que nunca existió. Que antes de hablar  se instruyan sobre las lecciones del pasado, aquel que hace 50 años en las calles de Francia mostraba en sus paredes la conmovedora y sencilla frase: “Prohibido prohibir. La libertad comienza por una prohibición”.