LA CIÉNAGA, UNA DÉCADA DESPUÉS 
Permanencia de una gran película

LA CIENAGAPor: Javier Porta Fouz. El 12 de abril se cumplen diez años (ya diez años) del estreno de La ciénaga, de Lucrecia Martel, una de las películas fundamentales para lograr que el cine argentino de hoy sea –felizmente– muy distinto en calidad y variedad al que se podía prever a principios de la última década del siglo pasado.

(Atención: no queda otra que contar detalles de la trama, incluso de eso que algunos llaman “el final”).

Para empezar, algo que ya escribí varias veces sobre el cine de Martel: el suyo es un cine especialmente interesado por las palabras, por la conversación. Martel ha creado un universo reconocible basado en palabras y en maneras particulares de utilizarlas. No puede verse el cine de Martel sin oír y sin escuchar. El cine de Martel muestra, al fin y al cabo, guerras (guerras familiares, de clase, de género) que se libran políticamente, al poner en juego el arte de la confrontación mediante palabras. 

La ciénaga es una película para volver a ver. En una primera visión, la película no entrega todo de sí: la fragmentación, el ocultamiento, el escamoteo, la postergación y la atenuación informativas (incluso la distracción) son fundamentales en la construcción de este relato múltiple, que amplía sus sentidos al sedimentar luego de ser vista y vuelta a ver (y oída, y escuchada, y vuelta a ver y vuelta a escuchar: el cine de Martel es un cine cabalmente sonoro).

Esa fragmentación y segmentación a las que hacía referencia en el párrafo anterior tienen que ver con la disposición del relato, pero también con decisiones visuales. Por ejemplo, el comienzo de la película exhibe fragmentos de cuerpos humanos, cuerpos de señoras y señores maduros, que han conocido tiempos de mayor lozanía. Las construcciones que los rodean (caserón y pileta) definitivamente no viven su etapa de esplendor. Los movimientos de esa gente son dignos de zombies, muertos vivos que se arrastran, y arrastran sus sillas y sus piernas, acarreando sus alcoholes putrefactos: todo está predispuesto para que esa danza patética culmine con algún accidente, con alguna caída. El relato terminará con otra caída, y ese aire de peligro mortuorio de todo este cuento macabro se confirmará (La ciénaga y las otras dos películas de Martel son relecturas muy personales del cine de terror).

En un primer acercamiento a la película (el mío fue en un microcine que ya no se utiliza, en el verano de 2001), la muerte del chiquito Luciano puede parecer sorpresiva, azarosa, hasta arbitraria. En una segunda visión (la volví a ver pocos días después en el mismo microcine, o en posteriores visiones) se descubre su prefiguración en la trama, su impecable construcción formal. Luciano “muere” muchas veces en imágenes y sonidos –en el juego del lenguaje cinematográfico– en diferentes momentos de la película: el padre lo acuesta inerte y lo tapa; con el sonido de una bala de una escopeta en el monte, que no sabemos si mató a alguien o no (ver párrafo siguiente); su hermana y la amiguita de su hermana le gritan “estás muerto” en el marco de un juego; aparece “encerrado”, –visualmente ahogado– detrás del vidrio del coche y, más tarde juega a no respirar.

En una de las construcciones de esas muertes simbólicas de Luciano, en el monte (en donde hay una ciénaga), el nene está en la trayectoria de la mira de las escopetas. Le gritan que se mueva, pero no lo vemos moverse. Sobre el corte de montaje hacia un plano general del monte se escucha el sonido del disparo. No sabemos si a Luciano le pegaron o no el tiro, y no se lo aclara. Más tarde, en otra secuencia, aparecerá Luciano y no se hará hincapié en su presencia, como si nada hubiera sucedido o, lo que es más inquietante aún, como si la suerte de Luciano y los demás chicos estuviera regida por un azar insertado en la indolencia, la decadencia y el aire enfermo provenientes de este dulzón y hediondo ambiente familiar y social. El ambiente de La ciénaga es de peligro siempre latente: el adormecimiento y la indolencia generales impiden prestar atención, actitud básica para el cuidado de los otros. 

La presencia ominosa del peligro y el riesgo de muerte son elementos “estilizados” cinematográficamente, con detalle, casi con obsesión. La atención al detalle es una marca del cine de Martel. En La ciénaga asistimos a una pintura de la apatía y la decadencia hogareña de forma constante: sábanas rasgadas, teléfonos sucios, el tubo de luz parpadeante, el radio-reloj-despertador digital con las 12:00 eternamente titilando porque nadie se digna a ponerlo en hora. Uno de los grandes logros del cine de Martel es cómo, a partir de esas construcciones formales obsesivas, consigue llegar a emociones y conmociones profundas: no hay en La ciénaga manipulación fría de personajes sino inmersión comprometida en ese microcosmos observado con atención crítica, ojos y oídos cinematográficos, y responsabilidad para contar diversos dolores y heridas.

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