REEDICIÓN DE VIVIR AFUERA |
Fogwill otra vez |
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Salerno
Criado por una salernitana nacida a fines en los años 20, sé que la violencia verbal es uno de los gestos fundantes de la comunicación. El atendible título de Austin, Cómo hacer cosas con palabras, contrasta y se complementa con una parte de mi educación familiar. Reversionado, el título podría ser La violencia forma parte de la comunicación. No brilla tanto, pero es real. Entre la universidad y la cocina de mi abuela, ahí empezó mi relación de lector con Fogwill.
Universidad
La máscara de la irracionalidad resulta tan dudosa como la de la racionalidad, pero en la Universidad pagana de fin de siglo en la que estudié los dos disfraces se usaban con colores inusualmente más chillones. Envuelto en ese miasma, leí por primera vez a Fogwill. Los pichiciegos estaba ubicada al final del pasillo de un programa de literatura Argentina del siglo XX. Como muchos otros, me di cuenta que había en el libro algo duro y noble, una ternura, una información, un “hacerse cargo”, que era muy diferente de todo lo que veníamos leyendo en narrativa contemporánea. Me acuerdo que alguien me preguntó y yo le dije: “Mirá, como tema la Guerra de las Malvinas me interesa poco, pero el libro está muy bueno”.
La primera vez
A los veintidós años, incluso antes, todos aspiramos a escribir nuestra pequeña obrita maestra. Tenemos el narcisismo tan inflamado que logra poner blanca por la tensión la piel de nuestras esperanzas. “Lo voy a lograr, ¿por qué no habría de lograrlo?” piensa uno. También se sienta a sí mismo del lado de los buenos, de los criteriosos, de los probos. Y entonces Fogwill dice, en una entrevista que leés en La Academia mientras repasas bibliografía cripto-marxista, cito de memoria: “Los escritores jóvenes hablan de “su obra” como si estuvieran pagando un Plan Rombo”. No soy el único que recuerda la primera vez que leyó una entrevista de Fogwill como un momento de anagnórisis, la necesaria patada en el culo.
El policía malo
Hay una síntesis en los libros de Fogwill que es casi manual. Y su performance polémica combate programáticamente, por tonta y afectada, la idea de sacar al autor de la escena de lectura. En este sentido Fogwill y Piglia serían compatibles. Damián Tabarovsky me dijo una vez que Marcelo Cohen era el policía bueno y Fogwill, el malo. Pero el cuadro no me cerró. No me cerró porque básicamente el policía bueno tiene un pliegue evidente, es el que arregla cuando el duro ya ablandó al reo. Esa sutileza, esa eficiencia, compatible con el ruido blanco de la presencia de Fogwill, es Piglia. Y si Piglia es el policía bueno y Fogwill, el malo, el interrogado necesariamente tiene que ser César Aira, un retro-alfonsinista que tiene mucho para contar. La escena podría funcionar en una habitación del Ministerio de Economía de la década del 80.
Otros personajes
Como buen policía malo, para responder a las vueltas del policía bueno, Fogwill se desdobla en muchos personajes superpuestos. Es el tío de derecha que te trata de forro cuando le repetís lo que leíste en el Página/12, es el pibe malo del grupo que se calienta exageradamente con todo, es el amigo lúcido y arrebatado al mismo tiempo, el cantante de la banda de rap-core que manda a la mierda al público en el momento justo, un segundo antes de que la música explote.
El Gran Operador
Aunque hay filtraciones hacia el alto capitalismo, las tensiones del campo intelectual son políticas, pero de política chica, política del narcisismo, la miseria y el ego. Eso que muchos quieren solapar, o reemplazar por “lo sublime”, “la inspiración” o maniobras anti-mercado para tapar sus mugres, es lo que señala Fogwill cada vez que puede. Una frase de Muchacha Punk que tengo presente cuando escribo: “(Estoy seguro de haberlo escrito, pero ella volvía a contármelo y yo soy respetuoso de mis protagonistas. El arte –pienso– debe testimoniar la realidad, para no convertirse en una torpe forma de onanismo, ya que las hay mejores.)” Los paréntesis son del autor.
Factor Hamlet
Editorial El Ateneo vuelve a poner en circulación Vivir Afuera. La reedición tiene un prólogo del autor que merecería un análisis aparte. En algún momento pensé que el Factor Hamlet iba a comprometer a Fogwill. Hamlet se hace el loco, empieza fingiendo, pero mientras las intrigas palaciegas se desarrollan, sostener esa locura fingida le cuesta cada vez más. La venganza se va posponiendo, el abismo invita y si Hamlet finalmente salva a Dinamarca —es una lectura posible–, el cierre de la obra se tapiza de muerte. ¿Cuánto tiempo podía Fogwill jugar a ser Fogwill sin transformarse en Fogwill? Pero no. Cuando me hacía esa pregunta me equivocaba. Respondiendo a la exageración que protagoniza cuando escribe, polemiza o interviene hay algo raramente genuino. En el principio de Vivir afuera una escena que nos dice algo sobre este tema. Un grupo de hombres vuelve desde La Plata en un auto prestado, después de festejar los treinta y cinco años de su promoción militar. Wolff, que confunde el aniversario trigésimo quinto con el vigésimo quinto, maneja y piensa: “¿Cuántas veces en estos veinticinco años habré estado con algunos de estos o con otros tarados de la promoción o habré pensando en ellos con la certeza de tener algo que me hacía mejor? ¿Será por creer entenderlos? ¿Creer entender te lleva a creerte mejor? ¿Y por qué ahora que entiendo que soy igual, creo entenderlos más, o mejor, y me terminan resultando más penosos y despreciables?”. La conciencia aparece. Falseada, flaca, dubitativa, poco confiable adrede pero está. Por eso cuando alguien me habla mal de Fogwill, yo digo “sí, todo lo que quieras, pero la suma de sus defectos no alcanza para anular ninguna de sus virtudes, que son muchas”. Listo. Ahora, más allá de esta respuesta de receta, en el locro de Fogwill hay dialéctica, anti-oxidante, anti-conservadores y elementos vitales, entre otros ingredientes. Y Fogwill es el primero que se pone en situaciones incómodas. En el parlante de su música, la fritura y la distorsión son parte de la obra.
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