EN VIAJE
Córdoba, ciudad conceptual

CordobaPor: Juan Terranova. Invitado por Gabriela Halac, estuve el fin de semana en la Feria del Libro de Córdoba. Había preparado un breve texto para leer y finalmente terminé en radio Clásica y Moderna conversando con Emanuel Rodriguez y Luciano Lamberti, ambos estuvieron genorosos y amables conmigo, que jugaba de visible visitante. Una vez más, gracias Córdoba y cordobeses por todo.

Me gustaría empezar recordando El escritor argentino y la tradición, un breve pero muy significativo ensayo de Borges. Se lo lee mucho y se lo comenta bastante. Su hipótesis central hace referencia al creador argentino que, como no tiene, dice Borges en 1932, una tradición muy grande a la cual referirse, puede echar mano a la creatividad del mundo. Lo primero que me gustaría decir sobre esto es que se trata de un ensayo esquivo y autocelebratorio que no va a fondo en un problema muy complejo. Por supuesto, desautorizar a Borges es un gesto fácil de palabra y muy difícil de hecho. Hago mi precisión. El ensayo se debería haber llamado El escritor cordobés y la tradición. Ese título habría sido más justo, más alusivo a los problemas de Borges y el superyó de la gente que vive en la Argentina. ¿Por qué, vale preguntarse, traigo este problema en esta mesa, donde debería estar hablando de mi novela, que hoy se presenta? Primero, porque no tengo mucho que decirles sobre Lejos de Berlín, la escribí, ahí está si les interesa. Les advierto que se editó plagada de erratas y algunos capítulos me gustan, y sobre todo disfruté mientras la escribía, hace ya dos veranos. Segundo, Córdoba presenta algunas características puntuales, está en una situación que la hace especial para mirar ciertas cuestiones conceptuales del estado de la cultura y la escritura en la Argentina.
 
Por supuesto, todo lo que yo diga va a ser tomado con sospechas por ustedes, los cordobeses. Me ha pasado. Hay furia, palo y reacción, si hablo bien de Córdoba, y furia, palo y reacción, si hablo mal. Mi identidad de porteño es simplemente irrenunciable. Por eso, me desprendo de acordar con ustedes y entonces uso, la estoy usando, a Córdoba como plataforma, la tan cacareada pero nunca del todo reconocida plataforma federal. Siendo, en mis mejores y en mis peores momentos, un porteño fundamentalista –de hecho en Lejos de Berlín intenté que la ciudad de Buenos Aires fuese un personaje más–, el hecho de viajar a nivel nacional ya me resulta estimulante y más aun si mi destino es Córdoba.
 
Me atajo un poco. Comparo. No se trata de desmerecer a nadie, pero una ciudad como Azul, que tiene las virtudes de un importante Centro Cervantino y está en lo que se conocía como “el desierto” en el siglo XIX, es demasiado pequeña, casi pueblerina. En la otra punta del país, Salta es netamente aristocrática y ya le habla a esa parte del continente que vive todavía, por lo menos para mis prejuicios como lector, adentro del Boom de la literatura latinoamericana. En cambio Córdoba tiene, en sus desequilibrios, una estructura, medida y nivel de ruido y silencios, admirables.
 
Me van a entender si les digo que el porteño por su propia constitución mental necesita pensarse en otra parte, siempre. Quizás se trate de una forma de amor a la ciudad que lo vio nacer y lo cobija. Su cabeza funciona como el hombre que sostiene un matrimonio con una mujer durante cuarenta años porque cultiva la fantasía de escaparse con otra, una mujer que claramente no existe. Hay una revista en Buenos Aires, una revista muy intelectual, muy compenetrada con el Logos, que se llama justamente Otra parte. Por supuesto, para los porteños esa “otra parte” no incluye el territorio nacional, no es Mendoza, o Chaco, o, para el caso, Córdoba. Los porteños están más en soñar con Berlín, con Nueva York o incluso con Shangai o Budapest. Y no digo que este tipo de aspiraciones universales sean monopolizadas o exclusivas del porteño. El cordobés también las tiene. Pero obligatoriamente sufre –y no soy ingenuo en la elección del verbo– sufre, digo, una necesaria situación de segundidad, de expectación, de desplazamiento.

Para mí, que no la habito, Córdoba resulta un espacio conceptual. No necesariamente más o menos mítico que otros, pero sí desenfocado y sobre todo muy completo. Córdoba es un raro espacio a escala humana. Tiene la pureza del resentimiento provinciano, pero al mismo tiempo pone a disposición del visitante una ciudad informada y activa. Posee sus cenáculos literarios, sus autores de alcance nacional, su teatro premiado y sus críticos literarios con disfuncionalidades sexuales. Tiene universidad y zoológico, clubes en decadencia y en ascenso, héroes de la política y las ciencias. Para un porteño, Córdoba debería ser un lugar donde buscar aceptación o inserción, el lugar desde donde hablarle, por ejemplo, a las demás provincias, una especie de, insisto, trampolín inmóvil. Muy diferente es  Buenos Aires, que rodeada de críos que gritan su nombre, es como una madre gorda y soberbia, que te dice que sí a todo, te deja ir cuando te vas y te recibe con una sonrisa formal cuando volvés. (Y esto lo digo sin desmerecer a Rosario, que me resulta todavía demasiado cercana al litoral, que incluso tiene puerto propio, una ciudad que de repente se ve muy cerca, peligrosamente cerca, vía ruta 9, de Buenos Aires).
 
El destino de Córdoba creo es honrar el lugar central de su geografía, pero ustedes que ya lo dijo Sade, y nosotros podríamos parafrasearlo: “Cordobeses, hay que hacer todavía un esfuerzo para ser republicanos”. La novela que presento hoy ocurre en Buenos Aires y la ciudad, reconstruida laboriosamente por mis ideas y lecturas, remite a 1946. Intenté que la ciudad, sus calles y sus edificios, fuera, insisito, un personaje más de la trama.
 
Si se fijan, Borges habla de Irlanda en El escritor argentino y la tradición. Yo siempre vi a Buenos Aires como una ciudad demasiado central, que centrifuga a la gente, a sus habitantes y a sus visitantes, periférica del primer mundo, pero central en esta parte del continente. Ya lo dije pero para mí, la verdadera Dublin del cono sur, la isla de santos y sabios de la que hablaba Joyce y por la que Beckett hizo caminar a Belacqua como si fuera el purgatorio de Dante, la ciudad del contrapunto entre el humor, la amistad, la desesperación y los diferentes lazos coercitivos de la política, no es Buenos Aires sino que es Córdoba Capital. Ahora me pregunto, ¿cuándo voy a narrar a Córdoba? ¿Qué fecha elegiré? ¿Cómo serán las caras de los cordobeses que yo narre? ¿Cuántas escenas voy a situar en La Cañada, en Alberdi, o en Nueva Córdoba? Son muchas preguntas. Pero también, sin duda, se trata de una deuda.

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