COMO CADA AÑO |
Sobre la feria, otra vez |
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¿Por qué?
Hay un por qué. Y el tema está en el libro como artefacto, objeto moderno que experimenta cierta duplicidad. La gente letrada suele ver al libro como vehículo de su placer último, su ética y su bandera, lo cifran y admiran como una barrera de contención que permite escapar del abismo. Y esta es una de sus funciones. La literatura universal vive en esa relación, que muchas veces es privada, cuando no secreta. Pero, al mismo tiempo que es metáfora y sinécdoque de la cultura –“cultura” entendida en su forma tanto ministerial y como outsider–, el libro es una mercancía que también pueden consumir los no-lectores. Libros de fotos, libros institucionales, libros de recetas de cocinas, libros con dibujos, libros para la biblioteca, libros para regalar. No debe pasarse por alto que el libro es uno de los grandes regalos de nuestra vida contemporánea. Y gracias a Dios en la feria los guardias de seguridad no preguntan en la puerta si uno va a leer realmente lo que acaba de comprar.
El fusil por la ventana, no
“El evento en sí mismo es el sentido del evento” decía hace tres años denunciando la autonomización de la feria. ¿Pero autonomización de qué? ¿Y no es lo que ocurre, por ejemplo, con la mayoría de los aniversarios y los festejos? El libro, podemos decir, festeja su cumpleaños todos los años en la Rural. Bien. No es grave. Los editores hacen su negocio. Tanto mejor. Este año tiraremos balas de salva por el Bicentenario de la Patria. No tiene mucho sentido patalear por eso. Los parásitos de la gestión sacarán su tajada. Allá ellos. Un escritor de segunda línea es tratado como revelación mística. Bien por él. Todo es político, y el campo cultural siempre está en guerra. (Más todavía en Buenos Aires, que es como dice Maxi Tomas, la capital mundial de la mala leche.) Pero una cosa es luchar en Irak y otra muy distinta sacar el fusil por la ventana del baño y tirarle a la gente que pasa.
El lector es resistente
El lector –que se diferencia del comprador de libros, aunque a veces convivan en una sola persona– es solamente una de las aristas de la industria del libro. Por supuesto, sería ideal tener una sociedad de aguerridos lectores. Pero eso no sucede. De allí que la feria se inserte en el marasmo conceptual de Buenos Aires de muchas formas. Y en esa mezcla, pese al tono apocalíptico de varios patriarcas, también flota la especie de los que lee. No se los comió la televisión irradiada de los años ochentas. No los digirió el cable de los noventas. No los mató la revuelta del 2001. Y la web reintrodujo formas del Logos en la vida diaria de la forma menos pensada. Dentro de muy poco, incluso, accederemos a Robinson Crusoe en nuestras pantallas conectadas. Mientras tanto la feria insistirá con sus mesas redondas, sus invitados sorpresa, su compra venta de influencias y sus resmas de prestigio, algún manuscrito circulará, y así el evento constituirá un momento más para socializar el libro. ¿Hay mejores formas de socializarlo? Sin duda. Pero, ¿por qué escribía con el pregnante olor al aceite de la indignación hace tres años? Un verdadero misterio. Insisto: hay muchas cosas que me siguen pareciendo atendibles de esa vieja columna. Pero hoy acepto la feria como parte del Gran Malentendido Cultural Argentino. Resignación, evolución, desgaste. Pónganle el nombre que quieran. Nos vemos en la cola del Fernet.
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