MAXIMILIANO GUERRA EN TALENTO ARGENTINO |
El enemigo de los odaliscos |
|
Vale la pena detenerse en Talento argentino por su ascenso impredecible a “programa central”. Cuando se estrenó pensé que sería un relleno de los domingos para salir dignamente posicionados sin tener que recargar la grilla de películas viejas. Y de pronto explota: es el regreso a lo más básico lo que estalla y convoca a multitudes televisivas, un paso más atrás en complejidad argumental que el de por sí básico “certamen” de baile o patinaje de Marcelo Tinelli. El reality show retrocede a su estadío más insustancial, ya ni necesita montar una escenografía (el jurado sale de gira por los teatros del conurbano), ya no hay encierro como el de Operación Triunfo, ya no hay ni siquiera un perfil temático o estilístico que justifique el rejunte.
Lo que se ve, en esta escena austerísima es un casting multitarget que por sus características de ‘gran bolsa de gatos’ podría corresponder solamente al armado de un elenco para un circo muy primitivo, sin domadores ni payasos pero con expresiones de todas las ramas del buscavidas o el centro de las reuniones familiares. El amateurismo es la condición que justifica tanto el “sueño realizado” como el cachet bajísimo. Incluso en una feria de variedades, en una fiesta provincial tradicional o en un acto de escuela primaria (todos los géneros que se emparientan con Talento argentino) hay un esfuerzo argumental o un filtro de calidad que ayudarían a “actuar con red”, cosa que en el programa no se percibe.
El sueño argentino que se forja en Talento argentino tiene otros rostros más afines al nacionalismo populista que se desea imprimirle a la emisión, “rescatando” talentos ocultos de las provincias, en gira “compensatoria por el interior” Parece ser más intenso el “sueño” del productor que el de los aficionados: querer generar ídolos populares a bajísimo costo (cargando las tintas sobre “el talento y la familia unidos” en el caso del clan cantor de los Dip o en el “talento y potencia” (sic) que se atribuye a la niña folclorista).
Pero algo falla en esta factoría, un poquito antes de que el círculo virtuoso cierre perfectamente: los ídolos, a poco de llegar a la final, no repuntan al nivel de la popularidad del programa en su conjunto. Pese a los esfuerzos promocionales, el mago Piñataro y Fuxión Latina, por dar sólo dos ejemplos de finalistas que no llegan a las revistas de farándula, no llenarían ni un pub pequeño; el tándem aceitado con la discográfica y el teatro no se arma con la eficacia que demostraba Popstars u Operación Triunfo. No se resigna Peluffo, enfático presentador del circo: “Talento y coraje”, “Talento y autocontrol”..., vocifera sobre las niñas virtuosas y los rubios mellizos.
Puede más el morbo por el jurado-villano. Lo indican las múltiples intervenciones de Maximiliano Guerra subidas a Youtube, casi tan populares como los videos de Peter Capusotto. La presunta “naturalidad” que hereda del reality show es la excusa para desplegar una extraña forma de crueldad del sujeto menos pensado. No se atiene como Simon Cowell a una dureza en estrictos términos técnicos de vocalización sino que da un paso más allá en incorrectas mofas que aún no merecieron comunicado alguno del INADI pero podrían estar cercanas a eso.
Si, como dice Wikipedia, Simon Cowell “representa a un exigente y sarcástico ejecutivo”, que orienta sus veredictos a si es o no es “editable” por Sony, Guerra –comentando el polirubro- es proclive a la última palabra cuando llega el turno de cargarse a la minoritaria (pero infaltable) galería de reprobados, adquiriendo un tono especialmente ponzoñoso cuando se trata de odaliscos varones y coreógrafos e intérpretes de estrellas del teen pop a quienes en ocasiones les hizo saber su desagrado por el amaneramiento de los gestos y del movimiento. El odalisco prefirió disculparse a ser irónico: “Existen muchísimos odaliscos en Buenos Aires”, fue su manera de escaparse del momento incómodo.
{moscomment}