No importa que te creas el crack de la onda verde. O seas millonario o pobre, demonio o santo. Si vivís en la Argentina lo más probable es que generes, además de toda clase de problemas y trastornos en tu entorno producto de la idiotez nuestra de cada día, es probable decía, que a diario arrojes 1.15 kilos de desechos. Depende cuánto sea tu peso, pero en cuestión de meses habrás generado la misma cantidad de basura que tu propia composición física.

Cada dos segundos, señalan las estadísticas, se producen dos toneladas de basura, así entre todos los argentinos, en un escenario donde no hay grieta alguna, ni diferencia ideológica. Es simplemente la combustión natural y lógica del género humano en el supuesto esplendor de su progreso.

Esta semana fue el día mundial del reciclaje y como sucede en cada aniversario, descubrimos lo mucho que nos falta para convertirnos en habitantes medianamente amigables de este planeta que nos dio tanto y le pagamos con tanto chiquero. 

A todos nos gustaría tener con nuestros residuos la misma ecuación que tenemos con nuestros desechos naturales en el inodoro: la posibilidad de apretar el botón y, en segundos, que desaparezca de nuestra vida. Pero todo eso, en algún lugar remoto, pestilente, embichado, montañoso, se junta y crece. 

Todo en esta vida tiene un caño de escape. Una cloaca. Una sombra. Una orificio por el cual nadie se atreve a mirar. Tal vez si Dios, en su infinita sabiduría hubiese colocado nuestros ojos en lugar de la cara, en el traste tendríamos más conciencia eco. Pero aquí estamos mirando siempre el horizonte, diáfano y cristalino, soleado y photoshopeado para la ocasión, que nos invita a creer en un mundo mejor, limpito, con aves de todos los colores piando una melodía amorosa y angelical. Donde todo lo malo, todo lo sucio, todo el barro se vuelve mágicamente rosedal. 

Bienvenido otro día mundial del reciclaje. Y otra vez perdón por no estar a la altura de los festejos.