Cada año electoral la historia se repite: los medios se ponen a desenfundar encuestas, mediciones y grafiquitos a todo color que demuestran la mala imagen de muchos candidatos –y algunos que ni siquiera pretenden serlo- y la imagen no tan desastrosa de algunos otros. Tal vez, tiempo atrás, cuando la gente guardaba alguito de esperanza había siempre algún candidato con buena imagen que destacaba claramente del resto. Uno, o dos o, con suerte, tres. Pero ahora, lo sorprendente es que alguno no reciba tanta sombra de imagen negativa. Eso sí ya es un milagro en año electoral.

Claro, lo primero que uno reflexiona es que, en un panorama así, la casta política es verdaderamente un sector en decadencia, en confusión y desmembramiento permanente. Líderes que antes se proponían forjar una nación y pensaban en las generaciones futuras, fundaban escuelas, escribían clásicos y tenían destino de monumento. Hoy, son candidatos que no pueden ni saben cómo llevar adelante sus propios matrimonios ni qué hacer con el perro cuando salen de viaje. 

¿Estamos mal? Sí, estamos mal. Pero el error no es de los políticos. 

Desde hace tiempo, los argentinos elegimos presidentes sólo para encontrar alguien a quien echarle la culpa. Le pagamos el sueldo sólo para descargar nuestras miserias. Si hay un culpable de que estemos donde estemos son ellos. Y sus antecesores. Todos cortados por la misma vara. No se salva uno solo. Así nos gusta decir. Y el agravio nos consuela.

Es la misma ecuación que en el mundo futbolero: si Boquita pierde tres partidos al hilo, al primero que eyectan es al técnico. 

Ahora bien, por qué nadie se pregunta: ¿no será acaso que el equipo juega mal porque los jugadores no están a la altura del torneo? ¿No será hora de hacer una autocrítica, aunque duela, y concluir que el problema somos nosotros?

Pues, si del mismo modo que hacen encuestas de imagen para determinar lo pum para abajo que mide todo candidato a presidente, deberían hacer otras que indiquen la imagen que tenemos nosotros los argentinos, quizás, a ojos del mundo. ¿Somos gente realmente capaz, cumplimos con los compromisos, somos obedientes de la ley? ¿Tenemos visión a largo plazo, protegemos nuestros recursos, alguien, en fin, sigue creyendo en nosotros?

Porque, claro, si uno sigue poniendo culpas y responsabilidades sólo en aquel que debería administrar el país con cierto equilibrio, estamos fritos. Seguiremos arrastrando la maldición del D.T. que siempre está en la cuerda floja, poniendo el pellejo para que la hinchada le dé el puntapié final que lo ponga de traste en la vereda.

En ese orden de cosas, seguiremos siempre, como país, jugando en primera D. En el idilio y decepción de nuevos y nuevos técnicos. Y que pase el que sigue. Pero ¿cambiar nosotros? Jamás. 

¿Por qué, en lugar de buscar un nuevo mandatario milagroso que descienda de los cielos y nos rescate a todos, no cambiamos el foco y nos proponemos traer a millones de suecos, o noruegos, o islandeses, o japoneses que hagan de la Argentina un país mejor mientras nosotros nos corremos a vivir a la cordillera? Quizás, no haya que cambiar al técnico. Tal vez, necesitemos cambiar al equipo completo. 

Hagamos la prueba. Tomémonos todos los argentinos unas vacaciones que duren 20, 30 años. Dejemos este país en manos de dos o tres dispositivos de inteligencia artificial –pues con uno, creemos, no bastará-, y regresemos, digamos, para el 2050. Cuando la IA haya pagado todas las deudas. Limpiado los ríos. Restablecido la flora y la fauna. Puesto el tendido de 5G. Y, en la medida de lo posible, recuperado Las Malvinas.

Y entonces sí, los argentinos volveremos embanderados y triunfales a ocupar las calles de nuestras ciudades, cantando el himno –sólo las breves partes que recordemos-. Felices y descansados. Y con la disposición justa para volver nuevamente a destruirlo todo.