(Columna publicada en Diario La Nación) Las corridas cambiarias y su inevitable impacto económico dejaron al descubierto, entre otros errores del Gobierno, su ineficiente sistema de comunicación. Contra lo que suponen la mayoría de los analistas, los últimos responsables, en este caso, no son ni el jefe de Gabinete, Marcos Peña, ni el secretario de Comunicación Pública, Jorge Grecco, sino, una vez más, el propio Presidente. Aunque de distinta naturaleza, no es diferente a la situación por la que atravesó Juan José Aranguren. El exministro de Energía, al final, se tuvo que ir por cumplir las órdenes del propio Macri: subir las tarifas a ritmo veloz para bajar el déficit provocado por los subsidios.

La comunicación oficial tiene un problema de origen: está concentrada, casi, exclusivamente, en el propio jefe de Estado. Nadie, excepto él mismo, cuando conversa, habla en persona o chatea con un número importante de periodistas -la mayoría de las veces bajo el paraguas del off the record- se toma el trabajo de explicar por qué la administración hace las cosas que hace. O cuál es el sentido del sacrificio que pide a los argentinos. A veces, y depende del contexto, también concede reportajes públicos el propio Peña. Los demás, incluidos los principales ministros, solo salen a hablar de manera esporádica, y la mayoría de las veces, para desmentir o relativizar una mala noticia vinculada a su área específica. Después, cuando aparecen los artículos y las columnas en los portales y los diarios, se terminan enojando con lo que denominan el círculo rojo, o "el microclima político de la Capital Federal". Para colmo, entre sus voceros extraoficiales tienen a Elisa Carrió, quien cada vez más seguido tiene que salir a explicar cuestiones tragicómicas, como qué quiso decir cuando afirmó que para que la economía crezca hay que salir a dar propinas.

Este gobierno, apenas asumió, eligió no escribir su propia "biografía". Es decir: prescindir de un relato o una narrativa "oficial". Prefirió, deliberadamente, no ocupar el lugar de protagonista principal de la "conversación pública". Dejar prácticamente vacío el casillero de la descripción de los hechos acompañados de una opinión consistente. Quizá curados de espanto por la horrible experiencia del manejo de la comunicación que hicieron Néstor Kirchner primero y Cristina Fernández después, pretendieron diferenciarse tanto, que fueron construyendo un modelo tan minimalista como ineficaz. Es verdad: la comunicación kirchnerista estuvo basada en la mentira, la persecución y el escrache a periodistas, la compra de medios y de dueños de medios, y el ataque directo a la prensa crítica. Néstor y Cristina se mantuvieron años sin pronunciar, en los discursos oficiales y en las entrevistas pactadas con periodistas amigos, los términos aumentos de precios, recomposición de tarifas, la palabra inflación y o el vocablo inseguridad.

A partir de diciembre de 2015 todo eso cambió. Los periodistas dejaron de ser perseguidos por sus ideas o sus críticas. Pero al mismo tiempo el Gobierno no suministró a los medios un discurso argumentado y orientativo de las situaciones más críticas. No hablo de la típica "bajada de línea" kirchnerista, que incluía a su ejército de empleados anónimos en las redes sociales. Hablo de una explicación más o menos lógica y consistente de los hechos. Un conjunto de ideas armónicas que puedan ser expresadas por sus voceros más lúcidos.

Cualquier analista político y económico más o menos informado sabe que el actual estado de cosas responde, en buena medida, a la volatilidad de los mercados del mundo. También entiende que el Gobierno tiene gran parte de la responsabilidad. O porque no la vio venir. O porque tomó la decisión, en su momento, de endeudarse de una manera excesiva para cubrir un déficit fiscal que se hacía incontenible. Pero ante los hechos, este gobierno, incluido el Presidente, en materia de comunicación se quedó a mitad de camino. Porque jamás alertó, en el momento en que lo debía hacer, es decir, ni bien asumió, de forma efectiva, masiva y contundente, sobre la bomba de tiempo llamada déficit que les habían dejado Néstor y Cristina. O mejor dicho, solo lo hizo Macri, de manera solitaria, ante algunos periodistas, en conversaciones para no publicar. Por eso ahora, cuando otras voces oficiales destacan, de vez en cuando, que Macri es un impecable piloto de tormentas, en el medio de un violento temporal, suena un tanto extemporáneo. Es que pasaron treinta meses de gobierno, y lo que no se argumentó en su momento, mal podría presentarse como una verdad irrefutable ahora.

Eso lo sabía muy bien Kirchner, quien, apenas se hizo cargo, aprovechó aquel pico de credibilidad para contar que estábamos en el infierno, soslayó olímpicamente que la economía ya estaba rebotando porque el trabajo sucio lo había hecho antes Eduardo Duhalde y aprovechó la sensación de emergencia para apoderarse de todas las cajas políticas habidas y por haber, mientras multiplicaba su imagen positiva y su intención de voto. Una vez más: no estoy diciendo que los principales voceros del Gobierno tienen que empezar a mentir o exagerar para ganar la batalla de la conversación pública. Pero para seducir, convencer y hacer entender lo que se está haciendo es insuficiente, el Presidente, solo, haciendo la mayor parte de la tarea.

Por supuesto, en la era de las redes sociales, sugerir, como lo hacen algunos expertos, que a esta administración le hace falta "un Carlos Corach" suena, también, fuera de época. Corach fue el ministro del Interior del expresidente Carlos Menem. Los movileros de los noticieros lo entrevistaban todos los días, a la misma hora, en la puerta de su casa, antes de salir para la Casa de Gobierno. Corach marcaba la agenda política del día. Es decir, llenaba el espacio informativo con las noticias que pretendía, e intentaba soslayar, por todos los medios, los temas incómodos, que pudieran desembocar en una mala noticia.

Uno de los funcionarios que hace el seguimiento de medios suele responder, cada vez que le preguntan, que para evitar denuncias de corrupción y la publicación de malas noticias hay que tratar de no robar y de no producir hechos contraproducentes. Esa es una gran verdad. Pero también es verdad que para gobernar bien hay que comunicar muy bien. Y además es indiscutible que para comunicar bien es imprescindible hacer política de "la buena". ¿El Gobierno no tiene un buen sistema de comunicación o buenos comunicadores porque no salen a la cancha sus dirigentes políticos?

Si un consultor externo revisara el enorme flujo de información que producen los medios y las redes sociales sobre el gobierno argentino podría concluir que hay mucho ruido y demasiadas malas noticias. La mayor parte de las informaciones negativas tienen que ver con el dólar y la economía, cuestiones que, a su vez, son las que provocan mal humor y una nueva seguidilla de malas noticias que por momentos parecen interminables. El Presidente no se equivoca cuando afirma que el epicentro del mal humor o la mala onda es la ciudad de Buenos Aires, pero eso no es nuevo. Y él mismo, en su momento, lo supo aprovechar. Igual, como sugieren, el mejor antídoto para evitarlo es dejar de producir malas noticias. O explicar, de una buena vez, de manera efectiva, por qué toman decisiones que provocan enojo y descontento social.