Lunes. Un poco de desesperación vespertina. Luego, nada. Me alivia la perspectiva del viaje.
Martes. Tomo el barco hasta Colonia. Apenas se mueve en el agua lacia del Río de la Plata. Llego y no veo nada de la ciudad, salvo las construcciones portuarias, descoloridas y tristes. La vitalidad la ponen unos militares uruguayos que me dan mal unas indicaciones que pido sobre el funcionamiento de la aduana. El error no es grave y tomo un bus hasta Montevideo. Leo Organismos, estructuras, máquinas, un libro de Wolfgang Wieser que compré por diez pesos en la calle Suipacha hace unas semanas. Lo publicó en castellano Eudeba en 1962. Wieser anticipa en el prólogo una nueva disciplina que estudia la organización de la información que se llama cibernética. Dos horas y media después llego a Montevideo. La ciudad es previsible en todo. A la incipiente primavera la reemplaza un invierno regresivo. Hay viento. Olor a puerto. Tengo reserva en el Hotel Radisson, en la Plaza Independencia. Dejo mis cosas en la habitación, piso diez. La habitación es grande, con dos televisores enormes. Me gusta. Bajo a la plaza. Cambio dinero. Como un chivito canadiense en una Pasiva de la avenida 18 de julio. (Me hace acordar al Chabon del Sindicato de policía Yiddish.) Más tarde, ya es de noche y voy a nadar a la pileta del piso sexto. Hay una mujer vieja en un jacuzzi y un hombre gordo que se mueve con pereza. La pileta es enorme y bien iluminada. Tiene techo de vidrio espejado y me veo haciendo la plancha en el agua, desnudo, blanco, como un animal sin pelo.
Miércoles. Desayuno mirando el puerto desde el piso veinticinco. Me gusta la vista. Se ven los barcos, el puerto, los containers, edificios ocres, una vieja iglesia portuaria. Por la tarde, salgo con la intención de visitar algunos museos. El primero de la lista es el Museo Torres García que me me aburre con su infantilismo. Lo que más me interesa, casi lo único, es la exposición de las tapas de la revista Removedor, que se hacía en su taller. Hay tapas de la década del 40. Son buenas tapas y, al costado, hay una estufa eléctrica. No me resisto a sacar la foto con todo el conjunto. Alguien escribió en el costado de la estufa la palabra “Biblioteca” como marca de pertenencia. Salgo y camino unas cuadras más hasta el museo Milagro en los Andes. Es el lugar donde se cuenta la historia de los rugbiers que pasaron dos meses estrellados en los Andes. Me abre la puerta un hombre muy alto, muy amable y canoso que me quieren cobrar 200 pesos uruguayos, alrededor de 130 pesos argentinos. ¿La entrada sale eso? La cordialidad del uruguayo me empuja a pagar pero me rebelo y digo que vuelvo más tarde, con más tiempo. Es mentira. De ahí voy a la Catedral que es hermosa, italiana, casi napolitana. Me impresiona un San Fermín barroco, realista, en un cofre de vidrio, con su tajo en el cuello y un color de piel cetrino. Luego camino hasta el Museo de Arte Precolombino que no me sorprende. Un gliptodonte, algunas figuras en arcilla, negras, hermosas, y mucha explicación educativa. La obsesión contemporánea por el video es insufrible. Ya estoy dando por terminado el recorrido cuando veo la entrada del Museo Histórico. Pregunto. No hay que pagar entrada. Gratuito, abierto a todos, el Museo Histórico es oscuro, bello, gótico. Recorro el primer piso. Las salas tiene el mobiliario de mediados del siglo XIX, la vajilla, la ropa de cama, los tapizados. Es lo mejor que vi en el día. Me inspira. La salas están vacías. Ni siquiera veo a los guardias, aunque están sus sillas de caño, modernas, anacrónicas. Todo resulta fantasmal y revelador. Cuando salgo, tomo un cortado en el Café Brasilero, que se publicita como de la misma época pero aggionardo a los años 20. Después del tour por Ciudad Vieja, vuelvo al hotel y leo en Internet que Iván Heyn, santo patrono de los suicidas políticos contemporáneos, se alojó por última vez en el Radisson. Bien visto, el Radisson con su aire conservador, sus amplios halls, sus ascensores dorados y su carpintería de madera parece sacado de American Horror Story. Últimamente veo todo lo que es un poco diferente y un poco siniestro con la lupa de David Lynch. Pero creo que Montevideo es eso. No lo veo, está.
Jueves. Vuelvo a desayunar en el piso 25 pero ahora con un poco de sol. A dos mesas de distancia un grupo de hombres chinos discute en voz alta. Después del mediodía subo a un taxi en 18 de julio. El taxista, flaco y morocho, parece sucio. Como en Montevideo se la pasaban matando taxistas para robarles, ahora el chofer está separado de los pasajeros por un vidrio. Uno tiene la sensación de que viaja en una pecera. Este taxista no solo maneja mal sino que pone el Indio Solaria a todo volumen. O sea, una jaula de vidrio para torturar. Empiezo a pegarle al vidrio y el taxista no me escucha o se hace el que no me escucha. recorremos tres cuadras y yo ya estoy decidido a bajarme y pelear. Entonces el taxista me escucha y baja la ventanilla. “No, la música, la música” le grito. Baja la música para tratar de escucharme y entonces llegamos. Pago pasando el billete por una ranura. La experiencia es breve pero altamente desagradable. El XVII Encuentro de Historiadores Antárticos Latinoamericanos y el Foro de Educación Antártica se organizó en el Museo de Historia Natural Dr. Carlos Torres de la Llosa de la calle Eduardo Acevedo. El museo es positivista y polvoriento. Me gusta. El anfiteatro circular con asientos de madera es ideal para hablar de la Antártida. Cuando me toca, leo mi ponencia titulada Escritores Antárticos Argentinos. Se de una discusión. La Antártida convoca el humanismo y cierta amistad feliz entre los hombres. Los Estados Nación que siempre son amenazantes para la voluntariosa ingenuidad del saber, en este contexto lo son aún más. Sobre el final entiendo que la gran enemiga sigue siendo la historiografía liberal y su pedagogía conservadora y colonizada. No me llama tanto la presencia de varios chilenos en el encuentro, pero sí que, pese a algunas diferencias de estilo, sean afines a ciertas reivindicaciones latinoamericanas. No ahondo en el tema, aunque me convoque. ¿Por qué? Tengo que socializar y eso me cuesta. Más tarde, Guerberoff me invita a comer achuras con whisky en un lugar que se llama Lo de Silveiro. Insiste en que se trata de un uso tradicional montevideano. La combinación es buena. Se entiende. El alcohol despeja las grasas. Guerberoff me entretiene con sus historias. Quiere contarlo todo, desde la psiquiatría hasta la ciudad de San Pablo y la vida en la Rumania post-soviética. Cuando termina la cena, después de tres medidas de red label combinadas con chinchulines y mollejas, vuelvo al hotel muy mareado. Entiendo que Uruguay es demasiado probritánico para mí. Pero el efecto y la seducción del whisky no deben ser negados.
Viernes al mediodía. Antes de tomar el barco de vuelta, por sugerencia de Guerberoff, camino dos cuadras por la calle Colonia y saco unas fotos de la fachadas de Oro del Rhin, un café que ocupa toda una esquina. “Ahí se juntaban los alemanes del Graf Spee” me había. Con ese nombre y ese dato alcanza para ser mi lugar preferido de Montevideo.