Lunes. El tiempo avanza. Crezco poco. Tampoco envejezco gravemente. Más bien transito la vida adulta tratando de... ¿de qué? Tratando de leer. Sí. Qué karma, qué destino. Sentarse a la mesa, charlar, amar, dormir.

Martes. Este año debería morir Noé Jitrik. Todavía está a tiempo.

Más tarde. El miedo a la violencia también es miedo al deseo.

Más tarde. El deseo es transformador. El narcisismo, conservador y estático.

Miércoles. Me dicen que cerró La Giralda. Hace poco fui a tomar un café y leer a Henry James. Le saqué una foto al libro sobre una de las clásicas mesitas de mármol blanco. Le puse dos monedas a la tapa para que no se arqueara. Fantasmas, dinero, un lugar que no existe más... La historia podría ser política: la narración de los hechos económicos y sociales que hacen que un lugar habitual deje de existir. James empezaría por ahí, pero luego la trama pasaría a puntos más ambiguos, donde los recuerdos no valen tanta queja, donde la finitud constituye una garantía contra la que siempre nos rebelamos, muchas veces sin saber por qué, por puro instinto, por suave inercia.

Jueves. Compré un libro por MercadoLibre y resultó ser que el vendedor estaba en San Martín. Manejé hasta allá al mediodía. No fue un mal viaje pese al tráfico. Hoy empieza la cumbre del G20. Nadie entiende muy bien qué va a pasar. No creo que pase nada. Un atentado sería banal, aunque vistoso.

Jueves, más tarde. Releo El perjurio de la nieve de Bioy. Es un interesante poema en prosa sobre las miserias del campo intelectual, pero rarificado con el escenario de la Patagonia. (¿Es una muy temprana parodia a Borges?)

Viernes. Hoy viernes a la tarde entrevisté a Alfredo Pérez, uno de los diez soldados argentinos que llegaron por tierra al polo sur. Me fui a verlo a Villa Tessei. ("En 1965, bajo el mando del coronel de caballería Jorge Edgar Leal, formó parte de la Operación 90, la primera expedición terrestre hecha por la Argentina al Polo Sur...") Ya en casa, leí un rato. (Bioy Casares, Chaucer, y algo más.) La noche estaba tan linda que me fui a cenar en bici a la casa de unos amigos que viven en Villa Urquiza. A las once de la noche se largó la lluvia. Esperé, esperé. Amainó un poco. Y al final salí. ¿Más o menos a las dos de la mañana? Quizás antes. Me agarraron dos chaparrones que me empaparon los primeros quince minutos. Pero seguí. Después del agua, viento en contra y una leve, muy leve llovizna. Molestaba pero no tanto como algunas subidas que, aunque no pronunciadas, me demandan un esfuerzo. Las piernas nunca me fallaron, los pulmones tampoco. (Nunca me fallaron en la vida.) Pero la espalda me tiró en un momento y los brazos se me cansaban por falta de práctica. A los veinticinco minutos sentí que el sueter de hilo que tenía puesto se había entibiado por mi transpiración. (Vi otros ciclistas, pero no sé si haciendo un trayecto tan largo como el mío.) Llegué a casa en una hora justa, tal vez un poco más. Cada tanto, mientras pedaleaba, pensaba en Alfredo Peréz el hombre que había ido al polo sur en un tractor a 50 kilómetros por hora. 60 grados bajo cero. Pensaba en él y después me decía: “No te podés quejar por un poco de agua.”