Domingo. Alberto estiró la cuarentena hasta el lunes 13, después del domingo de resurrección. Termina la Pascua, termina la cuarentena. O sea, la taba está en el aire. Alea jacta est.

Lunes 30 de marzo. Aviones de fumigación Cessna realizan en Mendoza la primera desinfección aérea del país. La televisión muestra las imágenes. Salí al supermercado. Muy temprano. A las ocho ya estaba en el local. Los empleados todavía limpiaban y desinfectaban las superficies de acero y aluminio. El carnicero me dice que la carne llega mañana pero igual me vende unas arañitas, pedazos sin forma, tiernos, que a veces se conocen como “la carne del carnicero.” Compro limones para la vitamina C. No quiero salvarme del virus y morir de escorbuto. Compro dentífrico. Miro los precios. Cargo las bolsas. Más tarde, almuerzo y ceno mirando la televisión. Me cocino. Escucho a Prokofiev. Uso una remera que me regalaron en el centro de veteranos de Tigre. Sigo leyendo a Malaparte. Su prosa se me queda en la memoria. Pese a la traducción, su impresionismo, su recurrencia, su forma de observar y narrar los hechos, me influencia y esa música se me pega en los dedos y en la memoria. Escribo pensando que uso su estilo, pero en realidad lo que pasa es que me leo con su música. No soy Malaparte. Soy un lector de Malaparte. Un lector de Malaparte en cuarentena.

Martes. Subo a la terraza. Se ven algunos departamentos iluminados. Hay silencio. Me asomo a la calle vacía. Veo pasar un ciclista. Lo envidio. Tiene toda la ciudad para él. Estoy leyendo poco y de madrugada. Aunque a veces engancho. Ayer por ejemplo, empecé a hojear De jardines ajenos de Bioy Casares. Cada tanto hacía alguna anotación al margen para una posible novela. Cuando miré la hora eran las tres de la mañana. No es buena la madrugada de la cuarentena sin lectura.

Miércoles 1 de abril. Vigilia por Malvinas. Es la primera vez que no hay gente reunida en las ciudades de Tierra del Fuego y otras zonas de la Patagonia. Tuve varios sueños. Soñé que caminaba por una larga costanera de piedra que lindaba con el mar y a lo lejos veía dinosaurios mecánicos, muy grandes y bellos, moviéndose. Cuando llegaba al centro de la ciudad era de noche y había librerías y negocios para hacerse tatuajes con luces de neón. La gente, curiosa, iba y venía antes de sentarse a tomar algo al aire libre en mesas de madera. Todos parecían de vacaciones. Yo también me sentía así, distendido, feliz. Esos son mis sueños de cuarentena.

Jueves 2 de abril. En Alemania, se suicidó un ministro de salud. En Argentina, ponemos banderas argentinas en las ventanas y balcones para recordar Malvinas.

Viernes. Mi madre me manda un texto casi periodístico de Eric Laurent sobre la pandemia. Tiene frases como: “Una pandemia viral, provocada por un "organismo" ("científicamente" no podemos utilizar este término para un virus) nanométrico, im(pre)visible; es un traumatismo mundial, transgeneracional y transcultural que hace efracción.” Me dice que está un poco deprimida por todo esto pero que si uno encuentra el goce en alguna actividad más sustantiva, lejos del consumo, que hoy está muy restringido, puede pasarlo mejor. Luego asegura que yo debo cuidar de no irme del otro lado porque no tengo fin, no tengo un parate fácil. Los sueños de la cuarentena no engendran monstruos. Más bien, no engendran nada. Son sueños simples, lejos de las malas noches de las pesadillas y la fiebre. Es posible disfrutarlos si uno se concentra. La concentración es el gran insumo de este momento. Napolitano señala en twitter: “Todos los que circulan se parecen, pero cada persona encerrada enloquece a su manera.”