Hace unos meses alguien escribió en Twitter que quizás en la programación del Bafici estuviera incluida C’mon C’mon de Mike Mills. Poco después me enteré de que esa película estaba comprada para estrenarse en Argentina incluso antes de que empezara el Bafici por lo tanto ni nos molestamos en considerarla. Semanas después de terminar el festival me dio curiosidad ver C’mon C’mon, protagonizada por Joaquin Phoenix, Gaby Hoffmann y el niño Woody Norman. La película tenía “buenas críticas”, un promedio de 82 sobre 100 en términos de puntaje en Metacritic.

Bueno, resulta que aguanté solamente veinte minutos de C’mon C’mon, veinte minutos de “película indie sensible” apoyada en mayor cantidad de fórmulas -y peores fórmulas- que las películas de venganza con Liam Neeson, y con mucha pero mucha menos vitalidad. Esos veinte minutos de C’mon C’mon ostentaban la machacona promesa de continuar con sus naderías en bandeja de plata -o más bien monocromática- que a estas alturas deberían ser -y lo fueron varias veces- parodia de los tics del cine independiente, indie pero no indómito; a estas alturas o más bien hace unos 20 años. El blanco y negro qué para qué, el tema de la conexión del periodista errante con “las nuevas generaciones”, la “necesidad” de quedarse a cargo de su sobrino, la relación a sanar entre hermanos… todo atado con alambre, sin púa alguna y sin alambre, porque el alambre les parece muy rústico y esta película es “sensible”. Y unos flashbacks infames sobre su madre moribunda, que aparecieron unas tres veces en veinte minutos. Todo se veía venir: indie, sensi y autoindulgente, carente de vida, de alma y de brío. Chau C’mon C’mon. Para desintoxicarme de eso puse exactamente la misma cantidad de minutos iniciales, veinte, de una película que no veía desde el estreno y que este año cumple veinte años. Si esos veinte minutos no me gustaban iba a empezar a pensar que estaba cansado del cine, que ya era insensible a sus encantos. Pero Minority Report de Steven Spielberg renueva la fe en el cine apenas comienza, con una energía narrativa que parece provenir de otro planeta distinto al de los modos oxidados del indie que es paródico sin proponérselo. Eso sí, Minority Report tiene menos promedio de puntaje crítico que C’mon C’mon en Metacritic, y mucho menos promedio que Doce años de esclavitud, película que el promedio de la crítica considera casi perfecta (96 puntos sobre 100, “universal acclaim”). Yo no fui, fueron los demás; yo me opuse: (link). La crítica de cine tiende cada vez más a convertirse en un grupo de aclamadores de basuras de temas de moda o en clubes de fans, y la tendencia sigue y sigue. Y los ejemplos de algo distinto escasean. Pero volvamos a Minority Report, una de esas películas de ciencia ficción que mostraba un futuro en el que el poder represivo y policial del estado… y el acatamiento… y el jugar a Dios y la tecnología omnipresente y la obsesión con “la seguridad y el cuidado” entendidos para el lado del mal y del egoísmo (fueron los críticos cuarentenistas los que repetían asustados “quedateencasa”, los que limpiaban con alcohol las manijas de las puertas si en 2020 llegaba a ir un plomero a arreglar algo en sus domicilios, los que amonestaban a todo el que osara cuestionar los discursos del poder que ellos difundían convencidos). Vean Minority Report, o vuelvan a verla.

Y lean a Christopher Hitchens, que en La victoria de Orwell sabe, y sabe y dice. Y lo decía en el mismo año, el 2002, en el que Spielberg estrenaba Minority Report: “La voluntad de mandar y de dominar es una cosa, pero la voluntad de obedecer y de arrodillarse también es un enemigo mortal. (...) En una parte de sí mismos, los humanos se deleitan con la crueldad y la guerra y la autoridad absolutamente caprichosa, se aburren con los propósitos civilizados y humanos y entienden demasiado bien las conexiones entre la represión sexual y una liberación orgiástica indirecta y colectivizada. Algunos regímenes han gozado de popularidad no a pesar de su irracionalidad y crueldad, sino gracias a ellas.”