Viernes. Hace quinientas semanas que escribo este diario de lecturas. Hace doscientas semanas ya estaba cansado. Ahora estoy en otro nivel. El jueves me di la tercera dosis de la vacuna y después sentí fiebre. ¿Dónde está la pandemia? Es difícil decirlo. El virus sigue matando gente, pero ya estamos todos muy aburridos. ¿La pandemia sigue en el Estado, en la televisión? ¿Dónde se parapeta y esconde el virus? En todas partes se espera el comienzo de las clases y seguimos llevando el barbijo en los lugares cerrados. Lo demás parece parte de un pasado que todos queremos olvidar.

Sábado. @TanoBols en Twitter: “Voy a regalarles a los 15 primeros que me den fav los ejemplares de mi nuevo proyecto literario: Mi lucha engordada que consiste en el libro de Hitler pero con comentarios míos sobre pelotudeces que miro en Internet, algún que otro teléfono de un cerrajero, listas del súper…”

Lunes. La política de un Estado está en su geografía. Ahora toquemos.

Martes. Ayer pasé por Corrientes, compré una edición rústica de La interpretación de los sueños de Freud. También La reinvención de Homero. El misterio de los orígenes de la épica de un tal Andrew Dalby. En la primera página dice que Homero puede haber sido una mujer. Siento que hay una dulce demagogia en ese dato inservible. Después caminé hasta Avenida de Mayo y tomé un café en el bar de la esquina de la plaza que da al monumento de Mariano Moreno con el cóndor. Donde estaba La Moncloa ahora hay una farmacia. Y muy pronto, lo sé, volverá a haber bar.

Miércoles. Ayer no me podía dormir y me levanté. Hacia calor. Abrí la heladera. Leí la etiqueta de algunos productos. No sé si mis conclusiones sobre esa experiencia intelectual deberían ir en este diario. Pero después de quinientas semanas escribiendo, creo que me gané cierta excentricidad. Antes de cerrar la heladera saqué una foto. Estaba desnudo y pensé que quizás mi cuerpo nocturno podría haberse reflejado en alguna parte de la heladera o lo que guardo en ella. Pero creo que no fue así. Una piedra más en el camino que lleva a Roma.

Jueves. Me gusta imaginar novelas, pero luego escribirlas es otro asunto. Son situaciones muy diferentes. Imaginar es un derecho, pero el lento roce con las palabras, con nuestra imposibilidad aplicada, con el tiempo, con la gratuidad de escribir, ese tipo de desgaste hace que nuestra imaginación comience lentamente a lastimarse. Hay un truco: imaginar menos. Menos escenas, menos personajes, menos palabras, menos páginas. Primero uno imagina novelas de seiscientas páginas, luego de trescientas, luego de cien, luego de cincuenta. Finalmente uno entiende que no imaginó una novela. Y enseguida comprende que el talento es una ficción mucho más poderosa que esa que estamos imaginando. Las palabras llegan y cada una agrede a la que sigue. Esa imaginación ordenada y cristalina se transforma en un pantano. ¿Cómo vas a secar ese pantano, gaucho? ¿Qué vas a plantar en esas tierras del veneno? ¿De qué clase de ruido estamos hablando?